En una reunión reciente, dos representantes de importantes bancos de inversión extranjeros asentados en México expresaban su sentir sobre la situación actual en México para las inversiones. La opinión de ambos sobre la marcha de la economía hacia el próximo año era, en general, optimista.
La reforma energética, con todo y la reducción reciente en el precio del petróleo -coincidían- atraerá nuevas inversiones extranjeras y la economía consolidará hacia el año 2016 el repunte que ha iniciado.
Así, en ese tono, ninguno de ellos se mostró seriamente preocupado, desde la perspectiva de las inversiones, por los problemas del déficit público o de los niveles de deuda que reclaman algunos analistas y organismos empresariales y, ni siquiera, por los problemas en el consumo interno derivados de una masa salarial menguada.
Sin embargo otro fue el tono de ambos cuando se abordó el tema de la inseguridad pública y la corrupción en el país, tan exhibida públicamente en los últimos meses con el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, Guerrero.
La ingobernabilidad que se manifiesta en la incapacidad de las autoridades estatales, municipales -y también federales- para hacer valer la ley, así como los altos niveles de corrupción en los distintos niveles de gobierno para hacer negocios en México, se convirtieron en los temas más preocupantes para estos banqueros de inversión.
No se trataba de la salud de la economía en sí misma, sino del arreglo institucional que la envuelve y que puede achatar o simplemente echar a perder los resultados esperados por las reformas en materia de inversiones.
En el fondo la preocupación de los inversionistas se concentra en el desprecio o descuido del gobierno federal por atender el viejo arreglo institucional que limita, arriesgando, la acción reformista del gobierno.
El artículo del diario británico Financial Times publicado el lunes pasado (Mexico: Caught in the crossfire) pone el dedo en esa llaga, en la indolencia, en la inmovilidad del presidente Peña Nieto para hacerse presente en el lugar de los hechos y desde allí enviar un mensaje de “Mover a México” con un nuevo arreglo institucional a partir del cumplimiento de las leyes, desterrando la convivencia entre política y crimen que ha infestado al municipio y a no pocos gobiernos estatales.
Las advertencias sobre los impactos económicos de una situación así, ya son añejas. En 2010, en momentos en que arreció la violencia por el combate al crimen organizado, el ex embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, le decía a El Universal que “la principal amenaza para la inversión y la creación de nuevas empresas en México ahora proviene de la violencia generada por los cárteles del narcotráfico”. Y añadía en aquella entrevista: “así, la violencia generada por el crimen organizado puede hacer que las empresas ya no consideren establecerse en México”.
El hecho es que la violencia y la corrupción -que van de la mano- como expresión de la incapacidad de las autoridades para imponer la ley, ya son factores de riesgo a considerar y que están sobre la mesa de los inversionistas en sus casas matrices.
El dato sobre corrupción no le viene nada bien a la economía mexicana. En el índice de percepción de la corrupción que publica Transparencia Internacional, México se coloca en el lugar 106 de 177 economías evaluadas y es uno de los dos países de América Latina -junto con Argentina- en el que los ciudadanos tienen una mayor percepción (71%) de que la corrupción ha aumentado. Y en esto mucho tiene que ver un gobierno pasivo y, por lo tanto, poco creíble en sus esfuerzos anticorrupción. Según el barómetro de Transparencia Internacional, 52% de la población cree que los esfuerzos del gobierno para combatir la corrupción son ineficaces. Un dato que, muy probablemente se ha incrementado en los últimos meses.
Así que, colocando los factores de riesgo en una balanza, diría que no es la economía, es el Estado de Derecho, el cumplimiento de la ley y la transparencia de los gobiernos lo que hará que las inversiones no abunden como se espera y que México no se mueva, a pesar de las reformas.