El autor del siguiente texto es Leonardo Tarifeño, un escritor, periodista y DJ (Tudo Bem) nacido en Mar de Plata, Argentina, en 1967, que viajó durante más de 15 años por varias ciudades del mundo para contar historias. Recientemente publicó Extranjero siempre, crónicas nómadas (Producciones El Salario del Miedo-Almadía, 2013), volumen del que extraemos el siguiente relato, en el que el autor se infiltra como cadenero en el bar Rioma del DF para desentrañar ese extraño oficio.

 

 

“Si en el 12 tienes un 30 que está muy 28, entonces le damos 50 antes de que se arme un 33″ me dice Ricardo Vakero, encargado de la seguridad del Rioma, durante mi adiestramiento como cadenero de uno de los antros más sofisticados y exclusivos del DF. Durante esta larga noche vamos a utilizar números en clave para que los clientes no se enteren que 12 es baño, 30 alguien muy agresivo y 28, un borracho o drogado. Lo que no sé es cómo voy a dar 50 si yo no soy nada 30. Pero aquí estoy, en plena noche de sábado, con la camisa semidesabrochada y un ridículo disfraz de gel en la cabeza y chicle en la boca, listo para meterme en un 33 si la cosa se pone innumerable.

 

DE-CADENERO-EN-EL-RIOMA-2
Foto: Especial

En los últimos 14 años, Vakero ha trabajado en la seguridad de 55 antros. La vida en la puerta de lugares como el Cheetah, el Danzoo o el Coco Bongo le ha dejado un balazo calibre 25 en la pierna izquierda y un carisma raro, indescifrable, a mitad de camino entre la simpatía y la amenaza. Alguna vez quiso estudiar danza contemporánea, sus padres no le permitieron lo que les parecía un destino demasiado gay para su hijo y entonces él borró cualquier sospecha al ingresar a Lobo, una de las mayores agencias de seguridad privada del país. Ahora tiene su propia empresa; esta noche es mi jefe y me alecciona con un entusiasmo franco y divertido, como si estuviera ansioso por descubrir qué pasará con mi disfraz de gel y chicle una vez que me enfrente con los necios del oficio.

 

 

“Al cliente hay que partirle la madre, pero no a chingadazos, sino psicológicamente”, explica, para dejar claro que, en su caso, la simpatía es el grado cero de la amenaza. ¿Y si con la psicología no alcanza? “Entonces, 50. Por fortuna, en este lugar llevo casi 9 meses y no me he visto en esa necesidad. Uno no está exento de recibir un golpe, y no se trata de responder. Es algo muy desagradable, pero llegado el momento hay que saber hacerlo bien”, apunta, con un trago en la mano. Esta noche llegarán entre 300 y 350 personas, y mis compañeros y yo tenemos que estar preparados para prohibirles la entrada a unas 50.

 

La idea, según Vakero, es seleccionar la clientela “para que el lugar tenga una amalgama de condimentos, con gente de una misma clase social pero polifacética y versátil en estilos”. No necesito que me diga que a un morenito gordo, feo y común y corriente le tendré que negar la entrada. Pero igual le pregunto:

 

—¿Con qué criterio hay que dejar pasar a unos y batear a otros?

 

—Bueno, todos deben tener el estilo del lugar. Yo sé que dividir a la gente por clases sociales en los antros es muy tonto, pero la verdad es que las actitudes no se pueden mezclar. A la gente que bateo no les digo que no pasan por feos, porque yo sería el menos indicado en hacerlo. Lo que se rechaza es la actitud.

 

Lee el relato completo en nuestra revista digital VIDA+

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *