Cuando tenía trece me fui a vivir dos años a una escuela en Canadá. Nunca había estado fuera de casa más de seis semanas y al llegar no conocía a nadie. El primer día, al acomodar mis cosas en el escritorio que había al lado de la litera sentí por primera vez que un espacio era únicamente mío. Entre libros que nunca leí y un mini balón del Barcelona, estaba mi estuche de discos Case Logic naranja lleno. Casi todo ocupado por álbums que mi hermano me prestó, de los cuales la mitad eran de Dave Matthews Band.
Para un adolescente ante la incertidumbre de ver la infancia por el retrovisor desde un país ajeno, un disco como Under The Table And Dreaming o Before These Crowded Streets es un salvavidas. Es el principio de algo enorme.
Para mi esos discos eran un compás y al mismo tiempo un mundo por si solo para explorarse canción tras canción. Unas inmediatamente accesibles, lindas, con mensajes claros; otras en las que me podía tomar un año de entrar y salir hasta encontrar esa frase o hook que me despejaba de una duda enorme y abría otras, como pasar un nivel de un videojuego.
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