BAHORUCO, República Dominicana. Sin más equipos de protección que sus viejas y roídas ropas, cientos de hombres penetran a diario en precarios y asfixiantes túneles para extraer el larimar, una piedra semipreciosa, de tonos azules, que se cree que sólo existe en las montañas del suroeste de República Dominicana y que el país aspira a convertir en su insignia y en artículos de lujos para la exportación.

 

La existencia de esta piedra en las laderas boscosas se ha convertido en una bendición y una maldición a la vez, para hombres como Juan Pablo Féliz, que dice que no hay otra manera de ganarse el sustento en esta empobrecida región.

 

Pocos se han hecho ricos, pero la gema ha proporcionado una modesta fuente de ingresos a las familias de unos mil mineros desde que sus yacimientos fueron redescubiertos hace cuatro décadas.

 

Pero ahora, el gobierno de la isla está tratando de hacer más segura su extracción y, especialmente, más rentable para los hombres que laboran en las aproximadamente cinco docenas de túneles improvisados, de la provincia de Barahona y que hacen ver a estas montañas como si tuvieran horribles cicatrices.

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Para ello, construyó un túnel de unos 400 metros de largo que hace que la excavación sea más segura y abrió una nueva escuela de joyería para que los mineros y habitantes de la zona aprendan a cortar y pulir el larimar y convertirlo en joyas de mayor valor con el fin de que mejoren sus magros ingresos.

 

Una joya con larimar puede costar desde unos pocos dólares si es una chuchería vendida en una playa dominicana o hasta miles de dólares si se adquiere en una tienda de lujo.

 

“Se trata de dar un valor agregado a la piedra y que ese valor se quede en la zona” de la mina, explica Brunildo Espinosa, artesano y director técnico de la escuela que ahora tiene 130 alumnos y cuyos productos serán vendidos en una tienda que el gobierno tiene previsto abrir en el afamado complejo turístico de Bávaro-Punta Cana, así como en una cadena de centros comerciales de Santo Domingo.

 

Ambos proyectos forman parte del interés del gobierno en promover el turismo en Barahona y su vecina Pedernales, donde se encuentran algunos de los paisajes costeros más impactantes del país y las paradisiacas playas vírgenes de Bahía de las Águilas.

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La existencia de la pectolita azul fue documentada por primera vez en 1916 por un sacerdote y los habitantes de la zona la vendían en bruto a los visitantes, pero la explotación y comercialización de la piedra como pieza de joyería comenzó después que en 1974 Miguel Méndez, propietario de una tienda de artesanías de Santo Domingo, la llamó larimar, al combinar el nombre de su hija Larissa con el sustantivo mar.

 

“Era un escándalo, todo mundo quería tener la piedra; era lo único nuevo en la artesanía”, recordó Méndez en entrevista con The Associated Press.

 

Después de 30 años de estar alejado de la industria joyera, Méndez reabrió en meses recientes su taller en Santo Domingo con la intención de producir diseños sofisticados y exclusivos, pero lamenta “que el mejor material es el que se va afuera” del país para ser tallado, pulido y montado en otras naciones, como China, India y Rusia.

 

Por ello, Méndez ve con buenos ojos la creación de la escuela de joyería de Bahoruco, al recordar que “en el país hacen falta buenos joyeros, la escuela es un buen principio”.

 

Minas en condiciones deplorables

 

El gobierno se involucró en el larimar por las malas condiciones de las minas que, en 2006, le costó la vida a cuatro personas y otras dos en 2013. Todos murieron por asfixia debido a la falta de oxígeno.

 

Las cosas empiezan a cambiar. Y para convertir la piedra en un atractivo turístico y parte de la economía formal, el Congreso declaró al larimar como piedra nacional en 2011.

 

El proyecto, que incluyen la escuela, una carretera y túnel de 400 metros de longitud y que aún no está en funcionamiento pero se espera que pueda ser usado en abril, costó unos cinco millones de dólares con dinero donado por la Unión Europea.

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El túnel servirá para realizar nuevas excavaciones horizontales y “contribuirá a dinamizar la economía de la zona y a dignificar el nivel de vida de sus habitantes”, consideró Alexander Medina, director de Minería, cuando concluyó la construcción de la obra a principios de marzo.

 

En la actualidad, los estrechos hoyos de hasta 120 metros de profundidad y los túneles son reforzados con troncos para evitar derrumbes y cuentan con precaria iluminación. El aire es impulsado desde la superficie con ventiladores a través de mangueras.

 

Además de no usar cascos, guantes o lentes para protegerse, la mayoría de los mineros apenas viste un pantalón y zapatos de plástico. Muchos trabajan descalzos. “Uno anda como puerco ahí, mucho lodo, mucha tierra”, dice sonriente Yovanni López, de 27 años.

 

Unos mil  mineros miembros de alguna de las dos cooperativas que tienen los derechos para explotar la veta ingresan a diario en los cerca de 50 agujeros, pero muchos deben buscar otras fuentes de ingresos, como agricultura, para mantener a sus familias.

 

“Hay peligro, pero no hay otra cosa (para trabajar), hay que agarrar eso”, dice Juan Pablo Féliz mientras repara el ventilador con el que bombea aire al interior del estrecho laberinto de agujeros de unos 60 metros de profundidad en el que él y una docena de hombres excavan en busca de la piedra.

 

Féliz ha pasado más de la mitad de sus 39 años en la única veta conocida de larimar en el mundo, ubicada en Bahoruco, en la provincia costera de Barahona, a 230 kilómetros al oeste de Santo Domingo. Aunque reconoce los riesgos, considera que ahora “ha cambiado mucho, es casi seguro”.

 

Recuerda que cuando comenzó a trabajar siendo adolescente, los agujeros no tenían ningún tipo de soporte ni ventilación. “Entrábamos sin nada, con la vida en un hilo”.

 

El gobierno también puso en marcha en octubre pasado una escuela de joyería en Bahoruco para que los habitantes de la zona aprendan a tallar, pulir, moldear la roca y montarla en piezas de orfebrería.

 

De acuerdo con geólogos y especialistas, la veta principal de la roca está a una profundidad mayor a las que se ha llegado, pero “no tenemos los equipos, no hay aire para seguir hasta ahí”, explica José Gómez, vicepresidente de una de las cooperativas.