Fotografías: en una aparece un joven Michael Schumacher cargando a su bebé Mick, en plenos pits y con traje de competencia, en la que sería su primera temporada mágica con Ferrari, la del año 2000; en otra Mick, de unos cuatro años, es captado por la transmisión de una carrera, mientras dirige la mirada hacia la pista y tiene los oídos tapados por unos audífonos mucho más grandes que su rostro (en la pantalla aparece, en tiempos de la mayor hegemonía, el nombre Schumacher acompañado del número 1); en la siguiente, vemos al heptacampeón de la Fórmula Uno, posando junto a su hijo que está a bordo de un Go-Kart, por ahí de 2009, justo cuando estaba por interrumpir su retiro profesional; por último, contemplamos el semblante del adolescente Mick esta semana en el inicio de los entrenamientos de la Fórmula 4.
La fotografía puede hacer magia: si comparamos meticulosamente las caras de Michael y Mick a los 16 años, llegaremos a la conclusión de que no se parecen tanto; incluso, diría yo, Mick tiene algo más de su tío, el también ex piloto de Fórmula Uno, Ralf Schumacher. Sin embargo, esa foto a la que me refiero: los hombros de Mick se encuentran ladeados en relación con la cámara y su rostro, casi de perfil, mira al lente de soslayo; el gesto podría ser el del padre, en sus inicios y en su veteranía, en día de correr o de descanso, también la sonrisa mesurada y los ojos profundos. Replicar un gesto, arte que sólo la genética entiende.
Mick ha comenzado sus andanzas por la Fórmula 4 ante más de un centenar de periodistas. Cuanto efectúa es sometido a un torbellino de comparaciones y expectativas. Ser hijo del piloto más exitoso de todos los tiempos ya bastaría para que el muchacho apenas pueda respirar mientras se abre camino, pero serlo, además, de alguien que se encuentra desde hace 15 meses en un estado de salud delicado y hermético, añade todavía más reflectores.
La Fórmula Uno ha sido testigo de numerosas dinastías: uno de los más grandes, el triple campeón Jack Brabham, no fue ni remotamente igualado por su hijo David; entre Graham y Damon Hill acumularon tres títulos (el primero, en 1962 y 1968; el segundo, en 1996); Jacques Villeneuve siguió los pasos de su padre Giles, trágicamente fallecido en el Gran Premio de Bélgica de 1982; ese mismo año había sido campeón mundial Keke Rosberg, cuyo Nico destaca en la actualidad; están las dos generaciones Fittipaldi, las dos Piquet, las dos Andretti, los dos Dale Earnhardt en la Nascar.
No obstante, todos coinciden en que lo de los Schumacher va más allá. No hay certezas de que Mick llegue a la máxima categoría del deporte motor, aunque se le empieza a seguir (o asediar) como si fuera un hecho que su destino tenga fijado colocarlo en los circuitos que dominara Michael, inclusive en los mismos podios.
En el fondo una reflexión indispensable: que los descendientes directos de los más grandes, normalmente han padecido al cargar con el legado del progenitor. Pensemos en el hijo ex portero de Pelé (además con múltiples problemas legales), en el hijo fuera de matrimonio Diego Maradona Jr. (acabó en un reality show) o en muchos boxeadores de segunda camada (el junior de George Foreman, el de Joe Frazier, los de Muhammad Ali, el de JC Chávez). La realidad muestra que es poco factible cargar con tales precedentes y que para los genes resulta más fácil traer del pasado gestos que talento.
Sin embargo, como queda claro en las fotografías descritas, Mick Schumacher creció viendo y escuchando monoplazas, lo que hace casi inevitable que pruebe en un bólido.
Ojalá tenga éxito. Muchísimo más aún: ojalá su padre pudiera estar ahí, recuperado y con calidad de vida, para presenciar esto que el mundo toma como propio, pero que pertenece, antes que a nadie, a él, al inmenso e inigualable Schumi.