Cuentan que aquel 25 de mayo de 2012, cuando dirigió al Barcelona por última vez, cuando las gradas se llenaban de lágrimas y de pancartas catalanas de “Gràcies Pep“, cuando conquistó su décimo cuarto título en cuatro años, cuentan que en esa ocasión, Josep Guardiola decidió volver a la cancha pasada la una de la mañana.
No era su cuna, el Camp Nou barcelonés, sino el Vicente Calderón madrileño donde se había disputado esa Final de Copa del Rey, zanjada con goleada sobre el Athletic. Algo, sin embargo, le hizo retornar al césped del adiós: quizá la simple practicidad de desplazarse por arriba hacia la calle, quizá intentar aquilatar lo que sobre ese pasto había concluido. Por ello decía el periodista Sid Lowe que con la imagen de Pep caminando sobre el terreno de juego y de espaldas a la cámara, debía de haber aparecido sobre la pantalla un The End o acaso un To be continued… (aunque se ha atribuido a Guardiola esta frase: “Si veis que voy a volver al Barça, me dais con un martillo en la cabeza”).
Guardiola resumió como jugador y director técnico no sólo lo que Barcelona es sino mucho de lo que quiere ser: su apego a una estética, su coherencia con una esencia, su idealismo y afán de diferenciación, su visión. Y, además, fue un cuento de hadas: el niño que nunca tuvo cuerpo ni velocidad para competir en el futbol moderno, pero que se consagró, inteligencia y lectura del juego de por medio, como vector de un equipo; el director técnico que repitió trayecto, debutando con el Barcelona B (campeón de tercera división con jugadores como Sergio Busquets y Thiago Alcántara), para brincar de inmediato al Barça estelar.
En realidad, ha pasado más de la mitad de su vida en la institución: seis como niño o adolescente soñando con debutar (1984-1990), once como elemento del primer equipo (1990-2001), uno como encargado del Barça B (2007-2008) y cuatro en el banquillo del representativo grande (2008-2012). Por ello resulta inevitable especular e incluso soñar con otro regreso del hijo pródigo: si la expectativa era patológicamente elevada cuando llegó como inexperto entrenador, los resultados fueron mucho, pero muchísimo mayores.
Este miércoles acontecerá algo que pareció inevitable desde que Pep culminó su año sabático y asumió las riendas del Bayern. Bajo el esquema del futbol actual, los equipos de élite se encuentran más pronto que tarde; si a su némesis José Mourinho, se lo topó de inmediato en la Supercopa europea (agosto de 2013, victoria en penales sobre el Chelsea) a su alma mater se la topará casi tres años después del adiós y en su segunda temporada en un banquillo distinto.
Un proceso muy particular el que ha vivido en el club bávaro. Guardiola ha crecido y aprendido, al tiempo que el Bayern, con no pocas resistencias culturales, se ha logrado adaptar a él. Durante la campaña pasada, Franz Beckenbauer, máximo patriarca de la entidad muniquesa, atacaba: “Al final seremos como el Barcelona. Nadie nos querrá ver. Estos jugadores se pasarían el balón hasta en la línea de gol”. Por ponerlo en términos arquitectónicos, ¿pretendía Pep levantar un edificio de Gaudí a mitad de la muniquesa y rígida Königsplatz? Pretendía, sin duda, colocar su sello al Bayern, que si eso no hubieran deseado quienes lo contrataron, habrían buscado a otro estratega, pero debemos decir que Guardiola también se adaptó y mucho.
Tras caer en la pasada Champions por goleada con el Madrid, el técnico vive algo más que un examen contra su ex. Otro fracaso europeo le será juzgado con enorme rudeza y no será atenuado por la plaga de lesiones que aqueja a su plantel.
Desde aquel 25 de mayo de 2012, cuando entre lágrimas y pancartas de “Gràcies Pep“, Josep Guardiola subió al césped pasada la una de la mañana, se ha esperado su retorno al Camp Nou. El día del retorno ha llegado, pero tan distinto de como se idealizaba y soñaba: Pep, metáfora futbolística del catalanismo, es hoy rival del Barça.