Toda confrontación de la antigüedad fue definida por algún semidiós, por algún ser sobrehumano cuya simple presencia y aporte modificaba todo augurio, todo vaticinio, todo oráculo. Un predestinado, ya pueden imaginarse su niñez entre olivos, partenones y promesas de “ganarás las batallas”.

 

Podemos imaginar a Lionel Messi junto al rapidísimo Aquiles, “el de los pies ligeros”, junto al valiente Héctor, quien sometía animales, junto al feroz Áyax, invicto en la guerra de Troya. Podemos imaginarlo ahí por su mera genialidad, por su inventiva, por su talento incontenible. Podemos imaginarlo, y acaso en algo ayude recordar que el primer intercambio de uniformes, tan futbolero, fue en la Ilíada, específicamente entre Héctor y Áyax tras una batalla que los engrandeció como contrincantes.

 

Como sea, podemos imaginar al pequeño rosarino en cualquiera de esas epopeyas o sagas, en la virtuosa voz de Homero, Virgilio, Beowulf, quien sea. Podemos imaginarlo, y por si no hubiéramos tenido antes suficientes argumentos para hacerlo (que los ha habido y de sobra), lo de este miércoles bastará.

 

Partido más que igualado, en trance, atascado, el que sostuvieron Barcelona y Bayern en la ida de las semifinales de la Champions League. No se enfrentaban dos iguales, pero sí dos parecidos. Por primera vez alguien discutía la posesión del balón al Barça y en su casa; por primera vez alguien quitaba la pelota a algún equipo dirigido por Pep Guardiola, y en la que fuera casi desde el nacimiento mismo su casa.

 

Tan trabado el cotejo que pasada una hora y diez minutos, desperdiciadas dos ocasiones catalanas y una bávara en el primer tiempo, bien pudimos pensar en el cero como resultado obvio de la neutralización de dos semejantes.

 

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Entonces hubo un instante de desconcierto, propiciado por el penalti exigido por Neymar y la consiguiente expulsión solicitada por el Bayern ante lo que veían como una simulación de caída del brasileño. Ahí podemos imaginar lo que resulta del choque de dos cargas de caballería, o del estruendo de los cielos, o del peor embrujo; dos bandos distraídos, cada cual en su presión hacia el árbitro, cuando Messi tomó el balón y aprovechó el primer metro que le fue concedido. Uno a cero.

 

Todavía no entendíamos la nueva realidad del encuentro, todavía asumíamos que era de distancias mínimas y pocos goles, todavía pensábamos en lo que se presentaba para la vuelta con esa escueta ventaja, cuando Messi se volvió a superar a sí mismo. Jerome Boateng, defensa tan veloz como certero, tuvo que caer al suelo con la cadera destrozada para comprender que Guardiola no mintió en lo que declaró previo a la semifinal; “si Messi está bien, es imposible pararle”, habrá pensado cuando de cabeza vio el suave disparo meterse en la portería.

 

El colofón a su doblete fue la asistencia para el tercer tanto, cuando el Bayern se había desfondado en búsqueda de un gol como visitante que lo reviviera (a cambio encontró otro más del local, que añadió clavos a su sepultura).

 

Los críticos de Messi podrán seguir pidiéndole un Mundial, título alguno con su selección, otros mil goles. Él, recurrentemente nos recordará esa condición de criatura de epopeya: cuando dos bloques están trabados, sólo un virtuoso de esas proporciones define todo; cuando la estrategia luce infranqueable, existe esa pieza superior a todo ajedrez. Con Lionel simplemente no existe igualdad.

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