Era febrero de 1934 en la ciudad de México. En el seno de una familia de inmigrantes griegos, nacía Jaralambos Enrique Metinides Tsironides, quien más tarde se convertiría en el fotógrafo mexicano de nota roja más reconocido a nivel mundial.
Su padre tenía una tienda en la calle de Juárez en el Centro Histórico de la ciudad de México, en donde vendía cámaras fotográficas y película, por lo cual “se le hizo fácil” como sucede en muchas historias en el arte, regalarle al pequeño Enrique una cámara el día de su cumpleaños, accidentes que trazan el futuro.
A partir de ese momento, la magia de la reproducción en los haluros de plata lo cautivó. Se dice que el maestro empezó por salir y fotografiar autos chocados en las inmediaciones del centro de la capital, y que a los 11 años vio al primer decapitado.
Parece historia de todos los días en los diarios morbosos de la ciudad, pero sí que hay algo que diferencia a Enrique Metinides de sus colegas, y hablemos de que no son los nervios de acero o el temple que necesita alguien para fotografiar escenas de tragedia, o la técnica.
El trabajo del maestro Metinides es arte que, sin buscarlo, llega. Para explicar mejor el concepto anterior, tengo que agregar: es la muestra viva de quien hace arte siendo portador de sensibilidad y talento, y no es tan pretencioso como quien busca el arte por ser un artista.
Los morbosos se encuentran siempre junto al accidente, y llenan con sus miradas la película. Son quienes arriban a la escena después de un accidente y son a su vez gran parte de la obra de Metinides: siempre volteando a ver a la cámara, el morboso deja una mirada profunda junto a la muerte.
A la fecha, Enrique Metinides ha expuesto en Nueva York, L.A., Londres, Viena, España, y nunca ha ido a ninguna de sus exposiciones fuera de México, porque le tiene pavor a las alturas y eso le impide subir a un avión. El Niño, apodo que se ganó Enrique al inicio de su prematura carrera, expuso este año en el Museo Nacional de Arte, y es sin duda un ojo conectado con el corazón de México.