La ecuación es clara y falla poco: a mayor plenitud de la estrella deportiva, mayor comodidad para obtener títulos suele perseguir: infraestructura, compañeros, entrenador, ciudad atractiva (lo que se traduce en glamur), y, por supuesto, dinero.
Por eso resultó tan sorprendente el anuncio de LeBron James, a fines de octubre, clamando que volvería a jugar para los Cavaliers de Cleveland. Había ganado dos títulos con Miami Heat, más todas las distinciones individuales que existan en la NBA y un inmenso saco de records.
Para que existiera la marca King James, como incluso se hace llamar en Twitter, tenía que reinar genuinamente en la liga y eso implica conquistar coronas, como lograría en Miami. Para que su nombre se elevara al debate de los mejores de la historia, rodeado por Michael Jordan, Larry Bird, Magic Johnson, necesitaba decorar su palmarés y contar con el tipo de compañeros que acompañaron a estos grandes en sus gestas.
Sin embargo, atrás quedaba un equipo tan humilde como dependiente de él, con lo que su salida tuvo tintes de cisma religioso. El mismo propietario de los Cavaliers que hoy es su aliado, declaraba: “Este perturbador acto de deslealtad de parte de nuestro “elegido” crecido en casa, genera exactamente la lección opuesta a lo que queremos que nuestros niños aprendan y como quién queremos que busquen ser”.
LeBron se crio muy cerca del sitio en el que se consagró para los Cavs, aunque sabía lo difícil que resultaría hacerlos campeones. Sobre sus espaldas pesaba una losa más allá del baloncesto con la denominada “Maldición de Cleveland”, con todos los representantes deportivos de esta ciudad condenados a vivir sin título: si los Cavaliers jamás lo han conseguido en la NBA, los Indios van para setenta años de sequía en Grandes Ligas de beisbol y los Browns fueron los últimos en lograrlo en 1964 en la NFL.
Sin embargo, decidió volver y no lo hizo mientras experimentaba una línea descendiente en su gráfica de juego, sino en un momento en el que incluso sigue siendo factible verlo elevarse todavía más. La ecuación a la que me referí en el inicio de este texto, fue totalmente desafiada: nada de retornar a casa en plena veteranía, sino hacerlo a máxima dimensión. ¿La comodidad? Esa la dejó en Miami o en otros sitios que le ofrecían contratos dorados y planteles connotados.
Cleveland cerró la temporada pasada con apenas 33 victorias, cifra que este año se incrementó hasta 53, además de que en Playoffs se impuso por blanqueada al mayor favorito, Atlanta.
La Final, frente a Golden State, ha sido de drama y alarido. Por primera vez los dos juegos iniciales han llegado a tiempo extra y LeBron lo ha hecho pulverizando marcas de puntos, rebotes y asistencias, con un nivel de influencia casi sin paralelo sobre el destino del equipo.
Tal como reza una frase que lo ha acompañado en los últimos meses “prometí que nunca olvidaría de dónde vengo”, King James es hoy algo más que la bandera de la industrial región que lo vio nacer y que llegó a quemar sus uniformes. El título de la NBA, a tres victorias, luce todavía muy lejano, pero Cleveland sabe que difícilmente estará más cerca de romper su maldición.
Cuando se fue el hijo prodigio en 2010, parecía que el conjuro se agudizaba. A su regreso y tras cuatro años muy decepcionantes, es válido volver a creer. LeBron salió de su zona de confort y no lo hizo como mero sentimentalismo, sino para efectuar lo que mejor sabe: ganar.