Nadie duda que Tigres representa a México, o al menos a su liga de futbol, en la Final de la Copa Libertadores. Al mismo tiempo, no es unánime (ni tiene que serlo) que los aficionados mexicanos deseen su coronación.
A unas horas del cotejo de ida de la Final, emití un tuit: “Respeto las diversas maneras de apoyar y amar a un club en México. En mi caso, hoy grito por Tigres casi como si fueran mis Chivas mismas”. La tromba de respuestas fue tan interesante como variada.
El mediocampista cruzazulino Marc Crosas, futbolista llegado del extranjero ejemplar tanto por su entrega en la cancha como por su integración al contexto mexicano, se sumó al debate. Que él en específico haya compartido mi planteamiento, da para una buena reflexión.
Crosas debutó con el Barcelona y posteriormente destacó con el Celtic escocés. Me queda clarísimo que jamás apoyaría a algo que oliera a Real Madrid o Glasgow Rangers en torneo internacional alguno. Sin embargo no tiene freno para sí hacerlo con Tigres en esta Final de Libertadores.
¿Contradicción? ¿Alguna paradoja en su pensar? ¿Falta de coherencia? Desde mi humilde perspectiva, para nada. Y la respuesta la compartí con otro tuitero en el mismo debate: que nuestros clubes no reflejan una historia de regiones sometidas, reivindicaciones nacionalistas, cismas religiosos, conflictos bélicos, imposiciones culturales.
En México, el común de los aficionados elige equipo por una infinidad de factores, aunque suelen ser futbolísticos, de filiación a una ciudad, tradición familiar u otra coincidencia. Eso explica que tantísimos hermanos estén divididos en pasión o uniforme. Sí, hay ciertas instituciones que poseen un simbolismo específico, como los Pumas para determinados sectores académicos o de izquierdas, aunque si nos limitamos a eso estamos atascados en el estereotipo; algo parecido cuando se estigmatiza que en Guadalajara Atlas es clase alta y Chivas baja, o que en Monterrey los Rayados son privilegiados y los Tigres populares.
Por vueltas que le demos, el futbol mexicano es más sencillo en sus quereres. Y, como ejemplo, dos de los equipos en los que militó (más que preciso el verbo “militar” en estos casos) el mencionado Marc Crosas.
Del Barça basta con recurrir a esta frase del escritor Manuel Vázquez Montalbán: “la significación del Barcelona se debe a las desgracias históricas de Cataluña desde el siglo XVII, en perpetua guerra civil armada o metafórica con el estado español”. Por rivalidades o rencillas regionales que puedan surgir en México, no puedo imaginarme en algún estadio de la Liga Mx algún equivalente a la pancarta blaugrana de “Catalonia is not Spain” (“Cataluña no es España”) o el debate de si un futbolista tabasqueño o chihuahuense renunciará al Tri porque no se siente mexicano (como, en su momento, el barcelonista Oleguer Presas).
Caso semejante, el Celtic está separado del de momento descendido Rangers por la religión; uno católico, el otro protestante; uno afanoso de que Irlanda del Norte se independice de la Gran Bretaña, el otro porque se quede en el Reino Unido; uno cantando contra la reina británica, el otro contra el Papa. Con historias tan complejas no sería posible apoyar al rival local cuando sale a Champions League, porque Europa canaliza a su futbol, como a la totalidad de sus rutinas, más de un milenio de invasiones y abusos, fronteras modificadas y derramamiento de sangre, alianzas y traiciones.
Un punto adicional para que el miércoles yo, y muchísimos mexicanos, hayamos apoyado a Tigres, es el orgullo de ser representados en un torneo que no nos pertenece. Brillar en la Libertadores es una necesidad para el futbol mexicano. Ganarla, una deseadísima sublimación; tan deseada, que no me importa quien lo haga si proviene de nuestra liga.