A veces tomamos decisiones irracionales o no tomamos las obvias. Decisiones o indecisiones que afectan nuestra salud, nuestras finanzas o nuestro tiempo. Este comportamiento suele ser regido por emociones, ignorancia, distracciones u omisiones, y no por procesos mentales lógicos, probabilísticos o simplemente mejor informados. Esto es parte de lo que nos define como humanos, pero eso no significa que no debamos intentar enmendarlo.
Existe una tendencia creciente en el diseño de políticas públicas, el uso de la economía conductual –behavioral economics en inglés–: una mezcla de modelos matemáticos y psicología que busca entender la conducta humana frente a decisiones económicas. Cuando ésta se quiere usar para fomentar activamente cierto comportamiento, por ejemplo, orillar a las personas a tomar mejores decisiones en otros ámbitos, debe apoyarse en lo que los profesores Richard Thaler (U. de Chicago) y Cass Sunstein (Harvard) llaman nudge –su traducción literal del inglés significa “empujar” pero llamémosle “empujoncito”.
Un “empujoncito”, según los profesores mencionados, es “cualquier cosa que influye nuestras decisiones”, y dan un ejemplo: una escuela podría fomentar mejores hábitos alimenticios en los niños si en la fila de la cafetería pusieran los alimentos saludables más a su alcance que los no saludables, sin la necesidad de prohibir estos últimos. En otras palabras, ese “empujoncito” es un sesgo o condición simple, más natural para la conducta humana, que aumenta las probabilidades de que alguien actúe de cierto modo –en teoría, para su propio beneficio.
El primer gobierno del mundo en crear un área dedicada a la generación de “empujoncitos” fue el de Reino Unido en 2010. Algunos de sus logros son interesantes: una prueba mostró que el solo hecho de comunicarle a los contribuyentes atrasados que la mayoría de las personas en sus comunidades ya habían pagado sus impuestos, incrementó las tasas de pago 15%. Otra reveló que el pago de multas fue seis veces más efectivo cuando se mandaba un mensaje de texto personalizado a los deudores, en vez de una carta de advertencia.
Estos “empujoncitos”, por supuesto, no son excusa para ahorrarse reformas profundas. Son modificaciones –simples y muchas veces baratas de aplicar– que eliminan pequeñas trabas que merman considerablemente el alcance de las políticas públicas. Dudo que éste u otro gobierno en México haya usado criterios similares, pero sería un buen momento para empezar. En septiembre pasado, Obama ordenó la aplicación de los principios de la economía conductual y la psicología en varias áreas de su administración. Conseguir capacitación de los vecinos no suena fantasioso.
Es, ciertamente, un tema controvertido, sobre todo por el aspecto psicológico y porque, para algunos, implica eliminar libertad en algunas decisiones personales. Pero por otro lado, imaginen su implementación en nuestro sector salud, atacando la obesidad incluso antes de que ésta pueda germinar en un niño mexicano, o en el tema de vivienda, o al momento de ahorrar para el retiro… ¡Ciencia al servicio de México!
La pregunta debería ser, ¿hasta qué punto se debe “empujar” a las personas hacia mejores decisiones para su propia vida –suponiendo que quien lo hace no tiene intenciones perversas–? ¿Quién verifica que no se caiga en una masiva manipulación intrusa? Como lo pone Sunstein en The New York Times, “la mejor protección contra la manipulación es la rendición de cuentas. Los usos oficiales de la ciencia conductual nunca deben estar ocultos”. De cumplirse esta premisa, el gobierno mexicano debería probar este modelo.