Su encanto es diferente al del común de los futbolistas con pinta de súper héroes, de titanes nacidos para otras gestas, de semidioses predestinados. Todo lo contrario, en Raúl González Blanco se pudo identificar toda una generación de aficionados y amantes del balón, simplemente porque su pretensión siempre fue mejorarse partiendo de la premisa de su imperfección y vulnerabilidad mismas.
Ni el cuerpo de Hércules, ni la velocidad de Aquiles, ni la fuerza de Atlas, ni la destreza de Áyax… aunque con suficiente fe y voluntad para ganar toda Troya, para triunfar en los momentos cumbre de toda Ilíada, para él hombre imponerse a cualquier deidad.
Corte de pelo, rostro y cuerpo de alguien que lo mismo pudo atender en la ventanilla de un banco, conducir un taxi u ofrecer tapas en algún restaurante madrileño, Raúl fue discutido y exigido precisamente por ese don de la normalidad, que en los profetas a menudo se buscan rasgos exóticos y ajenos. Sus declaraciones y actitudes también iban en un sentido tan sensato que nos costaba hallar en él ese inconmensurable liderazgo para, desde la adolescencia, cargar sobre su estrecha espalda con el equipo más laureado de la historia.
Este domingo se retira el inmenso Raúl. Este domingo se cierra una de las trayectorias más bellas en la historia de este deporte. Este domingo terminaremos de perder algo a lo que paulatinamente tuvimos que ir renunciando: primero al irse del Madrid en 2010, después al dejar al Schalke 04 y el futbol europeo en 2012, finalmente al cerrar esta etapa de jubilación que incluyó paradas por Qatar y Estados Unidos.
Un tipo tan rutilante como común. Normales son todos, el problema es su empecinamiento en maquillarlo o refutarlo, pretensión ajena al 7 merengue. Durante las transmisiones del Mundial 2014, pude sostener con él muchos diálogos que siempre serán más reveladores de una personalidad que la impostura propiciada por una entrevista televisiva.
Sus hijos, su afán de aprender y experimentar más culturas, sus preocupaciones por el alejamiento del mundo convencional que emprenden muchos jugadores, su crítica al comportamiento poco ejemplar de buena parte de sus colegas, su gratitud cuando en su cumpleaños le partimos un pastel, sus costales de anécdotas con el futbolista al que se quisiera mencionar, porque durante quince años Raúl enfrentó respetuosamente a todos y derrotó implacablemente a la abrumadora mayoría.
En una entrevista larga que le efectué en 2003, cuando con 25 años ya acumulaba más títulos que la mayoría de las leyendas retiradas, se refería a su éxito pendiente con la selección española. En eso volví a pensar cuando España cayó en la primera fase de la Eurocopa 2004 y en octavos de final del Mundial 2006, pero, más incluso, cuando salió del conjunto ibérico en el preciso momento en que comenzó a ganarlo todo.
¿Aquellos representativos dirigidos por Luis Aragonés y Vicente del Bosque habrían fracasado con Raúl convocado? ¿Era necesario en ese rito fundacional de una nueva casta futbolística, renunciar al acaso mejor futbolista español de todos los tiempos? ¿No podía él haber coincidido en la cancha con esa impactante generación de talentos barcelonistas?
Siempre pensaré que sí, pero a la vista de lo que sucedió no hay reproche posible.
En tiempos en los que todos los deportistas buscan ser tan distinguibles (tatuajes, peinados, poses, verborrea, ropa) que terminan por verse iguales, Raúl es distinto desde su trinchera de la normalidad. Trinchera desde la que también convirtió en normal hacer goles y levantar trofeos a granel, competir y ser mejor a cada día.