Hace unos cuantos días, poco antes del segundo relanzamiento de la campaña de Josefina Vásquez, me topé con el ex gobernador de Oaxaca, Diódoro Carrasco. Era ese lapso gris llamado por los poetas románticos, la hora bruja. Tarde para algunas cosas; temprano para otras.

 

–Oye, le dije en son de broma, tu candidata anda muy mal, ayúdale.

 

Con una amplia sonrisa Diódoro abrió los brazos como si fuera a decir, a mí que me registren, pero no dijo eso. Nada más me devolvió la chanza:

 

–Yo estoy muy ocupado con mis cosas de Oaxaca, con el Senado. No tengo nada ahí.

 

Sólo le faltó decir, ¿Y yo por qué?

 

Y era cierto, pero no era verdad.

 

Pocos días después, en todas las fotografías de Josefina Vásquez y su célebre golpe de timón (hasta en las de archivo) aparecía sin menciones mayores, el ex secretario de gobernación priísta.

 

Y sí, en verdad, él se ocupa de sus asuntos oaxaqueños, uno de los cuales es conseguir la mayor cantidad posible de los dos y medio millones de votos locales en favor de su nuevo partido. Lo del Senado es cosa por añadidura. En todo caso sería el quid pro quo.

 

Por eso muchos encuentran hilos conductores, cables o fibras ópticas entre la presencia de Carrasco en el PAN y los hechos ocurridos hace días para reventar los actos de Enrique Peña en la capital oaxaqueña.

 

Como se sabe, el intento de violencia en La Alameda para sabotear el acto de Peña, fue promovido por Jorge Franco Vargas, (diputado federal del PRI), a través de David Venegas (a) El Alebrije.

 

Como es del conocimiento general el mencionado Venegas, cuya teratológica fama lo aleja, Dios guarde, de Mari Carmen Cortés, Pepe Yuste y Marco Mares, fue el “porro” favorito de Franco durante su paso por el PRI oaxaqueño en contra de la Sección 22 del magisterio y de la APPO, quienes entonces eran enemigos y hoy son los nuevos “aliados” (cuando les conviene) del gobierno estatal cuyo titular aún come de la mano de D.C.

 

En esas condiciones, Jorge Franco le entregó a Diódoro los documentos de la estructura del priismo, con lo cual se puede realizar más fácilmente cualquier trabajo de ingeniería electoral. Si se sigue el hilo no tarda en aparecer Ariadna, Teseo o el minotauro, según a donde se quiera llegar.

 

Y si a usted le parece extraño, complejo o abstruso todo esto, pues nada más le digo, estamos hablando de Oaxaca donde las iguanas vuelan y los conejos hablan. Por eso se hacen estas bolas como de quesillo y estos picores como de mole de cualquier color. Un compañero de allá me manda un texto y me dice además:

 

“Ulises Ruiz, no llegó al lugar de la comida en San Felipe del Agua (un banquete de unidad con todos los sectores del tricolor) por temor al rechazo priista y tuvo que esperar a Peña Nieto, a dos calles de distancia”. Vaya pues.

 

 

Solamente una cosa se puede decir de la visita de Enrique Peña a Acapulco: la tenía, era suya… y la dejó ir, como nos ha enseñado el ilustre cronista Enrique Bermúdez de la Serna.

 

Llegar al sufrido puerto a ofrecerles a los acapulqueños más de lo mismo; un tianguis compartido, es no tener un buen consejero local y tirar miles de votos a la bahía. Ante esa evidencia no se sabe cuál es la utilidad de Manuel Añorve o René Juárez.

 

La desaparición del Tianguis Turístico fue para los locales una especie de agravio histórico, una condena, un castigo inmerecido, un desprecio.

 

Les confirmó el estado de incontenible degradación del centro vacacional; demostró el impacto extendido de una violencia incontrolable (anteayer hubo siete muertos); agredió sus sentimientos y lastimó su orgullo. Si no se entiende eso, no se conocen los sentimientos populares.

 

Por eso, cuando Peña les dijo en el Centro Internacional el viernes pasado, “hoy vengo a comprometerme a Acapulco, en caso de llegar a la Presidencia de la república, devolvamos el Tianguis Turístico a los acapulqueños… Acapulco merece tener su tianguis, pero también le quiero pedir que lo preste para promover los otros destinos turísticos del país”, fue como un doble agravio, una burla, sobre todo después de las emotivas palabras de Ismael Vázquez García, líder de los clavadistas de la Quebrada, quien le había pedido no olvidarse de ellos y regresar el tianguis.

 

Cuando la decisión de suprimir el mercado de servicios fue anunciada, las calles del puerto se llenaron de mantas: ¡Guevara, si no nos das no nos quites! ¡El tianguis es de Acapulco!

 

Eran los días previos a la intervención de la Marina en el operativo “Guerrero seguro” y quitarle al puerto un motor económico (no importa el tamaño) y sobre todo una tradición, era confirmar el daño quizá irreparable de la violencia. De muchas maneras, los porteños sintieron cómo el gobierno los abandonaba a su suerte. El retiro del tianguis fue la evidencia superior a cualquier discurso de vendedor de tiempos compartidos.

 

Pero Peña no comprendió estos sentimientos colectivos; no se comportó como el hombre del cambio; habló como lo habría hecho la secretaria de Turismo, Gloria Guevara.

 

Y en Acapulco así no se ganan votos. Ni uno.

 

No se sabe bien a bien cuáles deben ser los límites ni cual la verdadera definición de guerra sucia.

 

Sin ánimo de sustituir a pensadores de verdadera importancia, esta columna propone una idea básica: la guerra electoral sucia es aquella en la cual el Estado, colabora en favor de quien de suyo está dispuesto a cualquier cosa con tal de lograr o conservar el poder.

 

Un ejemplo: Watergate.

 

Si la operación de los “plomeros” cuya irrupción en el cuartel general de los demócratas no se hubiera ordenado desde la Casa Blanca todo habría terminado de manera muy distinta y Richard Nixon no sería hoy el ejemplo universal de la corrupción política. Y no lo es por haber interceptado llamadas telefónicas o invadido una oficina o sustraído documentos.

 

Hubieran sido robos viles y espionaje simple. Pero si se ordena desde la cima del poder, entonces es la catástrofe.

 

Hoy el PRI se queja de guerra sucia por la recurrencia del Partido Acción Nacional en supuestamente “desenmascarar” la inconsistencia en el cumplimiento de algunos compromisos firmados y certificados notarialmente por Enrique Peña durante su gobierno en el estado de México, base de su propaganda.

 

Es guerra, no parece sucia, parece perdida, en todo caso.

 

Lo sucio provendría, en todo caso, de la colusión con el gobierno federal, si la hubiera.

 

A fin de cuentas divulgar el cumplimiento de los programas federales como prueba de capacidad individual es mucho más sucio. Y eso hace Josefina Vásquez con aquello de los pisos firmes (la multiplicación de los “panes” y los pisos) o las becas o las pruebas para el magisterio o todas aquellas responsabilidades públicas convertidas hoy en supuestos méritos electorales.

 

Una cosa es presumir la trayectoria en el servicio público a lo cual todo mundo tiene derecho, y otra, muy distinta, saludar en una campaña con el sombrero ajeno de todo un gobierno, sobre todo cuando ese gobierno nunca estuvo en tus manos, ni fueron suyas las políticas públicas.

 

Ya se lo decía el cardenal Mazarino a Luis XIV:

 

“…No critiques ni censures los actos de nadie, ni vayas vigilando si los demás cumplen con su deber. No te presentes sin avisar (est c’èst que tu resemble Trois Maries?) en los lugares donde mandan otros, por ejemplo en los campos, talleres o establos, donde podría creerse que vas a espiar”.

 

Y otro consejo:

“Nunca hay que presentar batalla a muchos adversarios a la vez; mientras te enfrentes con uno, reconcíliate temporalmente con los otros. Afianza bien tu posición antes de atacar a otros y no te dejes llevar por los deseos de venganza, no sea que vayas a perder la oportunidad de hacer progresar tus asuntos”.

 

Y algo para rematar:

“… Es un hipócrita el que habla a favor o en contra de un mismo asunto según las circunstancias. Los que saben muchas lenguas con frecuencia son cortos de entendimiento, porque una memoria saturada suele embotar la mente… guárdate de los hombres de baja estatura: son tozudos y soberbios…”