El nuevo Reglamento de Tránsito del Distrito Federal levantó ámpula en muchos capitalinos. Desde el 15 de diciembre pasado, el cuerpo policiaco que lidera Miguel Ángel Mancera se rige por lineamientos nuevos o actualizados, por ejemplo: sólo se puede usar el celular con manos libres, y el GPS únicamente si se está en alto total; las mascotas no pueden viajar adelante con el conductor, deben ir atrás; sólo se puede tocar el claxon para evitar un accidente o alertar sobre algo; hay nuevos límites de velocidad para diversas zonas; no se puede circular detrás de vehículos de emergencia, y las vueltas a la izquierda o la derecha no son continuas a menos que exista señalización permitiéndolas, entre otras medidas. Según la Secretaría de Seguridad Pública local, el saldo del primer día fue de 205 infraccionados.

 

Cuando uno revisa el nuevo Reglamento, no encuentra reglas disparatadas. De hecho, encuentra reglas que si se siguen, beneficiarían a todos los que viven, cruzan o visitan la ciudad. El problema en sí no es la creación de más multas o sus costos –ésta es, nos guste o no, facultad de un gobierno democráticamente electo–. El problema es que quien pide acatar la ley no es percibido como un actor apto ni legítimo para cumplir esa función. El tema se remite, para variar, a la mancillada relación de confianza ciudadanía-autoridad.

 

En el libro Una utopía mexicana. El Estado de derecho es posible (The Woodrow Wilson International Center, 2015), el Dr. Luis Rubio se pregunta qué factores hacen que las personas cumplan las leyes, y analiza el libro ¿Por qué la gente obedece la ley?, publicado en 1990 por el académico de la Universidad de Yale, Tom R. Tyler. Rubio escribe que, según Tyler, “la gente cumple la ley cuando la considera legítima y no porque tema un castigo”. Para el estadunidense, continúa Rubio, “mucho de la legitimidad que inspira y genera un sistema legal se deriva de la interacción entre la población y la autoridad”. Es decir que, si la gente no respeta ni confía en la autoridad, se ablanda el cumplimiento de la ley. Y ese respeto, esa confianza, sólo aumenta cuando la autoridad mejora su interacción con los ciudadanos.

 

En México, dicha falta de credulidad está plasmada en datos oficiales. Según la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (2015), realizada por el INEGI, sólo 31.3% de los mayores de 18 años cree que las policías de tránsito son de confianza –el último lugar entre las diez autoridades “a cargo de la seguridad pública, seguridad nacional, procuración e impartición de justicia”, que fueron analizadas–. En el mismo estudio se revela que 77.9% considera a estas policías como las autoridades más corruptas –el primer lugar entre las mismas diez–.

 

Aquel martes 15, en redes sociales, muchos argumentaban que si el gobierno local va a multar por tocar el claxon en exceso, alguien debería multar a éste por los baches y los semáforos descompuestos, por cada Ecobici dañada o por cada patrulla mal estacionada. Este argumento social va en el sentido correcto –un enfoque de corresponsabilidad–, pero la falacia nace cuando creemos no estar obligados a cumplir la ley porque sabemos que muchos de los servidores públicos o políticos tampoco lo hacen. Esta mutación de la Ley de Talión –ojo por ojo, diente por diente– sólo sirve para ver quién es más mediocre.

 

Sí, la autoridad debe cambiar radicalmente su aproximación con la ciudadanía para que ésta acate mejor las leyes. Pero la ciudadanía ya no puede hacerse la víctima frente a todo lo que padece –a veces lo es, pero a veces no–. Ahora debe actuar, compartir responsabilidad y señalar al incorrecto.

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