Ningún premio más absurdo que el de estar condenado. Así es el futbol mexicano, cuya recompensa a quien logró ascender suele ser el inevitable regresar, la tortura de no hallar forma de salvarse, el sólo venir para de inmediato regresar.
Cuando la palabra más utilizada para referirse al equipo recién ascendido es “milagro”, quedan claras dos situaciones: la primera, el empecinamiento del medio deportivo con ciertos términos; la segunda, que verdaderamente quien sube a primera categoría, lo hace casi sentenciado.
Dorados de Sinaloa sabía, desde el mismísimo momento en que logró su promoción, que se enfrentaba a algo en extremo complicado. En el ejercicio anterior la Universidad de Guadalajara vivió momentos conmovedores, incluso llegó a insinuar con su desempeño que tenía todas las condiciones para mantenerse. No obstante, en la última jornada, 364 días después de haber ascendido, se consumó su retorno. El drama radicó en el saber que en ninguno de los dos torneos cortos que conformaron esa medición, los Leones Negros ocuparon ni el penúltimo ni el último sitio. Como sea, 35 puntos en 34 partidos no le alcanzaron.
A diferencia de ese caso, Dorados sí fue sotanero general en el certamen anterior y ahora ocupa de nueva cuenta el lugar más bajo (con tres derrotas en tres cotejos, resulta difícil esperar algo más). Es decir, que el cuadro de Culiacán tiende a descender siendo el peor no solamente en la tabla de cocientes, sino también del año futbolístico.
Mi gran duda es cómo se habría desempeñado ese plantel de no ser por la presión que implica el régimen que contabiliza para todos tres años y para el nuevo sólo uno. Estoy convencido de que Dorados sumaría más unidades, porque su futbol ha sido para más que esos 15 puntos en 20 partidos.
En sentido estricto, necesita acumular no menos de 22 puntos en los quince cotejos que quedan. Ganar sus siete duelos en casa y lograr al menos un empate de visita, significaría la absolución.
Se dice rápido, pero francamente lo dudo. Nada peor para un plantel que verse infestado de una espiral de desconfianza, de inseguridad, de bloqueo mental por presión (y, en el caso, también depresión e incertidumbre por lo que vendrá). Una losa injusta para quien de por sí ya carga con la inmensa diferencia entre competir en una división y otra.
Una pena al tratarse de tan espléndida plaza, como lo es Culiacán: de su pasión, de su afición, de su infraestructura. Más allá de eso, una pena con cualquier otra plaza, simplemente porque los años que llevamos de porcentaje han demostrado su absurdo.
Si no se elimina este sistema, hecho para consentir la mediocridad de los que ya están, quien llega lo continuará haciendo condenado al paredón. Algo malo si deseamos convertir a nuestros futbolistas en competitivos, si pretendemos instaurar un esquema de paridad, si queremos elevar el nivel.
¿Cuál es la motivación de quienes se revientan semana a semana para ascender? Ese premio: el de la anticipada condena, el de apelar a la tan recurrida palabra del milagro.