Sigo pensando que Cuauhtémoc Blanco merecía una fiesta particular, especial, tan grande como lo es él para la historia del América. Será sin duda la figura, el gran atractivo del juego, sí, pero hay cosas más importantes de fondo como resultan los tres puntos en disputa.

 

En fin, la idea es rendir tributo, y cuando se trata de reconocer el talento, prácticamente cualquier herramienta es bienvenida; y lo digo especialmente porque no es muy de nosotros, de los mexicanos, reconocer el talento de los demás. No nos distingue una cultura de homenaje; nuestra unidad como pueblo mayormente ocupa una tragedia para mostrarlo, pero en esto de aplaudirle al de enfrente no somos ejemplo de nadie. Y tampoco pido aplausos y ovaciones baratas, pero alabar el talento de los que nos rodean no es una práctica común. Envidia, coraje, celo, orgullo, etcétera, llámele como quiera, pero tristemente derribar ídolos podría ser parte de nuestro deporte.

 

Ejemplos para esto, sobran. Hugo Sánchez podrá o no parecernos liviano de carácter, pero caernos bien o mal no debe formar parte de un muy sencillo ejercicio que resulta reconocer su talento y lo importante que fue para el deporte de nuestro país.

 

El caso de Julio César Chávez es otro claro ejemplo de esto: uno de los mejores de todos los tiempos, capaz de reunir a familias enteras para verlo pelear sin contar con un aparato publicitario tan grande como del que gozan las figuras de hoy.

 

Ana Guevara lo hizo en su tiempo: paralizaba al país entero por 50 segundos para verla recorrer 400 metros, que después se hicieron históricos.

 

El mismo Rafael Márquez no tiene el reconocimiento que merece el mexicano con más trofeos ganados en el futbol de Europa, siendo en casi todas sus etapas pieza indiscutible en el organigrama del éxito.

 

Y así vamos recorriendo cada figura deportiva que ha existido en este país y que no ha recibido el reconocimiento debido, y creo firmemente que Cuauhtémoc Blanco es uno de ellos.

 

A lo largo de los años construyó sentimientos de amor y odio; tenerlo era un placer y enfrentarlo una experiencia desagradable. Un extraordinaria historia de superación, de esas que sólo los mexicanos saben contar, capaz de revolcarse en la tierra y flotar en las nubes.

 

Ídolo forjado, no creado ni impuesto. Auténtico, original, tan lo era que muchas veces no supo distinguir el bien del mal. Cruzaba con facilidad los límites, lo hacía en la cancha y fuera de ella.

 

Quienes tenemos el privilegio de conocerlo sabemos quién es, cómo es con la gente que quiere y le rodea; y no pretendo vender lo que simplemente no es. Nada que se parezca a un santo ni mucho menos; sus caídas han sido serias y sus desfiguros considerables, pero decir que le acompañan valores como nobleza y bondad no tiene discusión, al menos entre la gente que le conocemos de cerca.

 

De los muy pocos que hacían de la presión su mejor aliado, mientras más grande y difícil era el reto, más lo gozaba, más se retaba a sí mismo, y quizá era un situación de inconciencia, pero las cuentas finales lo tienen con saldo favorable.

 

Hoy por hoy no hay un sólo jugador en la Liga mexicana que produzca por sí mismo la motivación de pagar un boleto para ir a verlo, tan protagónico y antagónico a la vez, tan estrella, tan ídolo, tan auténtico. No, no lo hay, por lo que disfrutarlo este fin de semana valdrá la pena.

 

La última y nos vamos. Siempre será una gozada verlo jugar, lo que dure, no importa. Que comience la función.

 

Pasemos el lunes por la Grada 24.