Quentin Tarantino siempre será cine puro. Para quienes crecimos como cinéfilos en los noventa, el término “tarantinesco” se volvió un mantra que terminó descociéndose hasta la parodia con chavos universitarios que no podían dejar de incluir en sus cortos escolares hartos balazos, humor negro y mínimo a un gánster bien vestido reflexionando sobre las diferencias entre la Pepsi y la Coca-Cola.

 

Tarantino ya tiene más de cincuenta años, está casi calvo y cuando intenta emular el pasito Vincent Vega-Mia Wallace de su creación, termina pareciendo más bien un Herman Monster con sonambulismo. Pero aun así su genio y su delirio se mantienen cuasi intactos.

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Los ocho más odiados (2015) es su segundo western consecutivo y su regreso a los lugares cerrados y agrestemente teatrales que desplegó en su opera prima, la añorada Perros de reserva (1992). Incluso retornan Mr. Orange y Mr. Blonde (Tim Roth y Michael Madsen) algo más vividos pero infinitamente más correosos y con el gatillo fácil igual de inquieto.

 

Samuel L. Jackson interpreta al Mayor Marquis Warren, veterano de la Guerra Civil, quien en plena nevada inclemente se encuentra con la diligencia de John Ruth (un Kurt Russell en la esencia de su encanto incombustible) un cazarrecompensas con look de cantante de country, que escolta a la horca a la villanaza ojo negro Daisy Domergue (inquietante Jennifer Jason Leigh) pistolera de marras a la que no se cansa de reducir a base de madrazos y un lenguaje en el que la caballerosidad es un concepto pusilánime.

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Al cuadro se une Chris Mannix (excelente Walton Goggins) un sheriff racista y orgullosamente sureño que se queja por todo y sobre todos. Los cuatro personajes quedaran varados en una remota taberna abandonada, en la que algo ignorantes de ello, sus ocupantes conspiran en su contra.

 

Tarantino retoma el universo de los westerns de Sergio Corbucci, tal como lo hiciera en Django sin cadenas (2012), pero aquí lo concentra en la ebullición de cuatro paredes en las que el infierno no está allá afuera.

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Sus diálogos siguen manteniendo esa certeza de que todo está pasando con la añadidura de una trama que encuentre al culpable tipo Agatha Christie y sus Diez Negritos. En el microcosmos de una cabaña que se está pudriendo, el cineasta logra pintar un estudio de personajes que escapan incluso a sus propios clichés de más de veinte años de hacer el mismo cine.

 

Tarantino aspira aquí a traspasar su apellido usado como adjetivo y encontrar esa profundidad y sentimiento que consiguió en Jackie Brown (1997) pero a la que ya no volvió a regresar porque aquella fue una película que sus fans tacharon de aburrida y no fueron a ver.

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En estos odiosos ocho sus personajes se toman su tiempo para ser odiosos, lo disfrutan, lo licúan, lo congregan. Lo hablan y lo vuelven a hablar. Tarantino logra —ello gracias a una asignación correcta de motivaciones para sus caracteres— una radiografía bastante precisa del odio, la hipocresía y la brutalidad en la que se cimentó buena parte del sueño americano y que hoy tiene a Texas entero volviendo a los tiempos del viejo oeste, con los estudiantes con permiso constitucional para portar armas al cinto en sus salones de clases.

 

Por ahí está Demián Bichir interpretando todos los lugares comunes del nacional cuatrero malvado, que sólo pudo ser sublimado con una frase como aquella icónica dicha por Alfonso Bedoya al momento de cavar su propia tumba en El Tesoro de la Sierra Madre: “no soy tu maldito mexicano” .

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Tarantino sigue siendo Tarantino, más viejo, anunciando que ahora sí se retira, asombrado con una celebridad que marcó a su cine con un sello de irrepetible. Pero la diferencia es que en estos ocho odiosos ha buscado ser algo más.