El martes 8 de marzo, Jorge Castañeda, excanciller en el sexenio de Fox y asiduo promotor de las candidaturas independientes desde hace más de una década, presentó su libro “Solo así: Por una agenda ciudadana independiente”, en el Senado de la República. Durante el evento, el también comentarista político subrayó un gran pendiente de nuestra joven democracia: la necesidad de más debates entre los políticos.
Castañeda pidió a los senadores realizar una reforma político-electoral que elimine los “millones y millones de spots”, y los transforme en tiempo para debates. Esto con miras a elevar el fogueo mediático de quienes buscan gobernar o legislar, y reducir la excesiva “spotización” de nuestra política. “Los spots se pueden reagrupar muy fácilmente, claro que eso requiere reformas, que ustedes las pueden llevar a cabo“, insistió Castañeda. Tiene razón. En México, la cultura del debate político es incipiente y escasa. En Estados Unidos, pues, la historia es otra.
Según The Washington Post, desde agosto de 2015, los Republicanos se han enfrentado en 12 debates presidenciales –y aún falta la elección general-. Varios han sido tristes y preocupantes pero el del pasado 10 de marzo, fue relativamente civilizado para los estándares circenses del Partido Republicano. Del lado Demócrata, este mismo periódico informa que desde octubre de 2015, sus aspirantes se han visto las caras 8 veces.
Para contextualizar, dos ejemplos nacionales recientes. En la segunda mitad de 2011, los entonces precandidatos presidenciales del PRI, Enrique Peña Nieto y Manlio Fabio Beltrones, sostuvieron una serie de cuatro seudodebates –utilizo este prefijo porque la eventual candidatura del mexiquense jamás se puso en juego- sobre temas como gobernabilidad, economía y desarrollo social. Y en enero de 2012, los precandidatos panistas se vieron las caras solo en dos ocasiones antes de la elección interna que al tiempo ganó Josefina Vázquez Mota.
Sí, ya me sé los argumentos en contra: “los debates son pura forma”, “no reflejan la manera de gobernar”, etc. Sí, todo esto es cierto en alguna medida, pero la única manera en que las aportaciones de un debate no sean reducidas solamente a las formas, es organizar los más posibles. Entre más disputas frente a las cámaras, mayor oportunidad tendrá un ciudadano de contrastar propuestas y candidatos, y menor –aunque sea un poco- será el peso específico de la forma en el resultado general. En otras palabras, la mejor manera de diluir el peso de la inseparable forma es hacer más espacios para difundir el mayor fondo posible.
Otro punto a favor del esquema estadounidense es que la gran cantidad de debates permite abordar una gran cantidad de temas. Además de los asuntos primordiales de siempre –impuestos, economía, seguridad social, inmigración-, cuestiones más coyunturales como los ataques terroristas en París, la muerte del juez conservador Antonin Scalia, o la visita de Obama a una mezquita en Baltimore, se han podido abordar en estas discusiones. Más tiempo significa más información, significa debatir cosas grandes y chicas, el futuro pero también el pasado.
Aquél martes, el excanciller ejemplificó este punto de manera clara: si Trump gana la nominación Republicana, “nadie podrá quejarse en Estados Unidos de que no sabían quién era, porque habrá pasado por una criba de debates, de discusiones, de exposición a los reflectores”.
Los legisladores necesitan tomarle la palabra a Castañeda y debatir nuestros debates. Estamos a tiempo de asegurar que nuestro próximo presidente –mismo que gobernará a 120 millones de almas- tenga tras de sí 10, 15 o 30 debates, en los que haya abordado múltiples temas frente a millones de mexicanos.