Desde que un grupo de ingenieros franceses tuvo en 1887 la osadía de iniciar la construcción de la Torre Eiffel, todo en París tomó a la imponente estructura como marco de referencia.
Lo grande, lo alto, lo estrafalario, lo megalómano, lo exagerado, lo desafiante, se mide desde entonces bajo analogía con esa Torre (en un inicio incluso lo vulgar, con aquel manifiesto de artistas franceses: “protestamos con toda nuestra fuerza, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés, ésta inútil y monstruosa Torre”).
Tan notorio punto de comparación tenía que ser aplicado al futbolista más importante en la historia contemporánea de la liga francesa y más si brilla en esa misma París. Hace un par de años, Zlatan Ibrahimovic cuestionaba a sus críticos: “¿Si tuviera un ego tan grande como la Torre Eiffel, habría ganado tantos trofeos colectivos?”. Aunque por esa misma época, al quedar eliminado de Brasil 2014, regalaba una sentencia que bien podía elevar su narcisismo hasta esa cima: “Un Mundial sin Zlatan, no vale la pena verlo”.
Ahora Ibrahimovic ha retomado esa obsesión eiffeliana, bromeando con que se quedará en el conjunto francés si cambian a la Torre por su estatua, palabras acordes con la excentricidad y el perfil que, no con poca gracia, ha cultivado el personaje.
Futbolistas que se convierten en monumentos de carne y hueso; recordemos al brasileño Ronaldo en un anuncio de televisión donde, con los brazos abiertos en un festejo, reemplazaba al Cristo Redentor de Río de Janeiro. Coronada la verdeamarela en Corea-Japón 2002 precisamente con sus anotaciones, no pocos de sus compatriotas habrían accedido a colocarlo (vaya herejía) en el Cerro del Corcovado y recibir en la bahía de Guanabara su bendición.
No obstante, vale la pena preguntarnos: ¿cómo se tomaría que Cristiano Ronaldo insinuara que desea sustituir a la Puerta de Alcalá madrileña o que Lionel Messi jugara con ver su efigie trepada en la Sagrada Familia barcelonesa? Muy mal: con Zlatan la permisividad es y será distinta. Su agradable petulancia, sus salidas de tono, sus desafíos en cada declaración, su explosividad, han generado a un personaje diferente y, a su manera, entrañable. Como clama uno de tantos tatuajes que lleva en ese panegírico que es su largo cuerpo: la frase “sólo Dios puede juzgarme” del rapero Tupac Shakur.
Más allá de la oportuna respuesta de quienes administran la cuenta de la Torre Eiffel (“Me gusta tu humor y la vista desde aquí es bella, pero la Torre soy yo”), la risueña petición de Ibrahimovic permite profundizar en su planeta. Si el tenista Björn Borg fue elegido mejor deportista sueco por delante de él, “con respeto a los demás, yo soy el primero, segundo, tercero, cuarto y quinto”. Si alguna vez vio a su entonces DT Carlo Ancelotti nervioso: “Le preguntó si creía en Jesucristo y el técnico dijo que sí. ‘¡Qué bien porque lo tiene delante! Crea en mí, entonces ya se puede relajar’”. Si hubo un arbitraje polémico en contra del PSG: “Este país de mierda no merece al PSG”. Si se le consulta qué obsequió a su esposa de cumpleaños: “Nada. Ella ya tiene a Zlatan”.
Ibra y su mundo, donde hasta una broma absurda y exagerada, adquiere tintes de seriedad; es que con él, sea con el balón o ante los micrófonos, todo puede ser cierto.
Eiffel llegó a encelarse por la fama de la Torre a la que dio nombre. Zlatan lo ha vengado celando a la Torre misma.