Cuando pise el estadio Vicente Calderón por primera vez, caí seducido: si hubiera elegido equipo del futbol español, sin duda habría sido el Atlético de Madrid. Claro que para entonces ya llevaba largos años enganchado al Real Madrid (legado de Hugo Sánchez a mi generación de mexicanos) y eso no se cambia, pero la atmósfera colchonera, la incondicionalidad, el estoicismo rayano en fe pagana, difícilmente los he vuelto a ver en otra cancha.

 

Era la temporada 2002-2003 y el Atleti apenas volvía de sus dos años descendido. Impensable pelear con los dos gigantes del país y, mucho menos, que al cabo de una década estaría instalado en la élite europea.

 

Los spots de captación de abonados, como el ambiente mismo en el Calderón, superaban de largo al desempeño del equipo; la clave era explotar su historial fatalista. El de ese año, en específico, mostraba a un niño preguntándole a su padre con rostro de desazón: “¿por qué somos del Atleti?” a lo que el adulto no tenía respuesta. Tiempo después vendría otro en el que dos soldados de bandos rivales en la Guerra Civil se amistaban al compartir su pasión atlética (incluida la frase de “y corrió, y corrió, y corrió, y corrió…, pero no llegó”, porque en esa tradición las cosas han estado cerca, pero no han terminado de ser). O el más desgarrador, con un inmigrante asegurando a sus familiares en Ecuador que vivía en pleno centro de Madrid (y no en la más lejana periferia como se veía en las imágenes), que lo respetaban (y no lo discriminaban, como el video mostraba), que abundaba en oportunidades (y no vivía regateándolas, como se apreciaba) y que su equipo, el Atleti, era el mejor (y no una desilusión, como evidenciaba su rostro triste en las gradas del Calderón).

 

Toda una narrativa a partir de la derrota como ineludible destino. Sentimiento que intensificó en 1974, precisamente ante su sinodal de este miércoles, el Bayern Múnich. Los colchoneros estuvieron a un par de segundos de ser campeones de Europa muchísimos años antes que el Barcelona, pero se vieron igualados por los bávaros en el último suspiro del tiempo extra. En el juego de desempate, obviamente, cayeron 4-0.

 

En esa época en que me encandiló el Calderón –demasiado decir, insisto, si se considera mi pasión por el otro once de la ciudad– se cumplió el centenario del club y se marcó una diferencia: mientras que el himno de los cien años madridistas lo entonó el tenor de la Realeza, Plácido Domingo, el del Atleti lo compuso el aguardentoso poeta maldito Joaquín Sabina. Experto como pocos en rimar y profundizar cuerpos y amores, sus versos retrataron carnalmente al cuadro rojiblanco: “Para entender lo que pasa, hay que haber llorado, dentro del Calderón que es mi casa (…) Y la afición a tu lado, porque es adicta al veneno, del balón envenenado (…) Qué manera de sufrir, qué manera de palmar, qué manera de vencer, qué manera de morir”.

 

Lo lógico ahora, como cuando Sergio Ramos le arrebató al minuto 93 una Champions League, sería que el Bayern remontara a la vuelta, que vuelva el “qué manera de morir”. Pero este Atlético, imbuido de la resistencia marca Simeone, ha ido rompiendo paso a paso cada una de sus condenas históricas.

 

En los últimos años, bajo influjo de este inolvidable equipo de Simeone en el que lo mismo da quién se vaya y quién se quede, todos muerden igual, ha crecido una frase entre la afición. La frase, todo un alivio tras años de búsqueda existencial y divanes, es la más ansiada respuesta de la niñez: “por esto somos del Atleti”.

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