Usen la analogía o el cliché que quieran: si la Cenicienta a la que no darán las 12, si el Romeo que escapará a feliz resguardo con Julieta, si el Edipo que eludirá incesto y parricidio, si el condenado, tan humilde y tan bueno, tan inocente y tan lastimado, que sobrevivirá al peor de los destinos y será feliz por siempre.
Úsenla y sépanse a salvo de ser considerados exagerados, porque por hoy no hay poema o alabanza que supere en tamaño a esta gesta: nada menos que la más sorpresiva y conmovedora en la historia de las grandes ligas europeas. Sí, el balón nos ha llevado de vuelta a la magia de la infancia, cuando todo era imaginable y realizable, cuando soñar era creer era volar.
Una liga por los humildes, una liga por los perseverantes, una liga por los sacrificados, una liga por los soñadores, por los ninguneados, por los modestos, por los aferrados; una liga por los que, pese a todo, viven con hambre y fe. Una liga, la Premier, cuyo campeón es el Leicester City, de afición abocada a sufrir, a conformarse con logros menores como no descender, a ver a otros tan altivos y felices.
Ya podemos recurrir al precedente que sea: Uruguay en Maracaná en 1950, Alemania Federal en Berna en 1954, Grecia en Lisboa en la Eurocopa 2004. Ya podemos y se quedará corto, porque esto ha sido en un campeonato a 38 jornadas –no a eliminación directa, sino enfrentando a todos ida y vuelta– y con un presupuesto total que no alcanza ni para comprar a una estrella de los grandes contendientes del torneo. ¡60 millones de euros ha costado el plantel completo del Leicester! 60 millones, que son entre la sexta y la octava parte de lo gastado por Chelsea, Manchester City o Manchester United. ¡Treinta millones de euros ha costado la totalidad de su once titular! Treinta millones cuando Kevin de Bruyne implicó al Manchester City mucho más del doble. ¡Dos millones de euros ha costado su delantera, Vardy-Mahrez! Dos millones, cuando las duplas ofensivas de los cinco equipos más caros de la Premier, no fueron adquiridas por menos de 80 ó 100.
Consumada la coronación, Jamie Vardy, estrella del equipo, evitó las palabras y colocó en sus redes sociales la imagen de un león agarrándose con las uñas para evitar caer al precipicio. Él, en su guerrera y superviviente naturaleza. Hace cinco temporadas jugaba en séptima categoría, trabajando al mismo tiempo para una fábrica por 4 libras esterlinas al día. División por división luchó contra la escasez de oportunidades, contra los prejuicios por su baja estatura, contra la resignación de meter goles en el más remoto plano, contra sus demonios que le acarrearon problemas con la ley (alguna vez, incluso jugó con brazalete de detección policial tras una riña de bar).
Vardy y su pandilla de rabiosos corazones, lo han hecho. Hoy el concepto de la sorpresa es diferente en el deporte. Por ende, hoy el concepto de la fe en la cancha ha cambiado también.
Ya nada será igual en ese medio que mueve millones como si en su derroche se escondieran toda la felicidad y productividad del futbol. Ellos, muy recientemente descartados y desdeñados por equipos de medio pelo, lo han modificado para siempre (y el que no lo quiera ver, que siga añadiendo ceros a sus cheques).
De esto se hablará por generaciones y generaciones. Privilegiados quienes hemos sido testigos. Sí, hemos visto al Leicester City campeón. Sí, este Romeo ha vivido feliz por siempre. Sí, tan cercano Leicester al Bosque de Sherwood y a las Midlands de Robin Hood, ha reivindicado a los humildes del balón a costa de los que ganaban siempre.