Miles de personas abandonan su hogar cada año para buscar un futuro mejor en otros rincones del país, donde a menudo batallan contra la precariedad, la discriminación y un raquítico salario.

 

En México, el país con el sueldo mínimo más bajo de Latinoamérica – 73 pesos al día – estos migrantes internos son a menudo invisibilizados, a pesar de que los datos oficiales más recientes señalan que en 2010 sumaban 6.4 millones.

 

No hay un perfil claro, pero el Consejo Nacional de Población (Conapo) estima que un 20% tiene estudios superiores.

 

No es el caso de Lorena, Yelmi y Alicia, quienes reflejan una de las caras más crudas de este éxodo: son menores de edad, apenas tienen estudios y ganan unos 4 mil 800 pesos al mes.

 

Alicia tiene 16 años y cuenta a Efe que hace cinco meses viajó con su hermana desde Arroyo de la Yegua, un diminuto rancho de Veracruz, hasta la Ciudad de México “a trabajar y a conocer”. En este tiempo ha tenido ya tres experiencias laborales y sin contrato.

 

En México, los menores con 15 años, la edad mínima para trabajar, requieren de una autorización de sus padres, aunque con un 57.4 % de la población activa en la informalidad, poco importa.

 

Comenzó con 500 pesos semanales como empleada doméstica de lunes a sábado de 8 de la mañana a 6 de la tarde. “Vivía en una casa de la patrona, pero no me alcanzaba (el dinero) para mandarle a mi familia”, reconoce.

 

Tiene siete hermanos, su madre es ama de casa y su padre campesino. De la leche y el queso que venden ganan unos mil pesos cada ocho días, señala.

 

Tras dejar su primer empleo se colocó en una obra en la que trabajaba su primo, emigrado también de Veracruz con su familia, y durante tres meses se dedicó a “barrer todo el día” por 4 mil 800 pesos mensuales y rodeada de hombres que “intentaban ligar” con ella, aunque sin propasarse, aclara.

 

Hoy trabaja en la cocina de un restaurante, donde tiene un sueldo similar y al que llegó preguntando de local en local.

 

En este establecimiento trabaja con su prima Lorena, de 17 años y originaria de otro pueblo veracruzano, quien también se empleó en una construcción durante varios meses.

 

Solo estudió hasta la primaria porque no le gustaba, aunque el hecho de que la escuela le quedara a una hora y media de su casa tampoco era precisamente motivador, explica.

 

Hoy vive en un rancho que cuida uno de sus primos en Santa Fe, junto a otras primas, su primo y su tía.

 

Yelmi tiene 16 años y se mudó con sus padres este mayo a la Ciudad de México desde Misantla, también en Veracruz.

 

Viven en casa de su tío, que es en realidad el almacén de una construcción en marcha que se divide en dos recámaras; en una duermen los hombres y en otra las mujeres.

 

En su ciudad natal, su padre era albañil y ella trabajaba de camarera cuando no iba a la escuela. Era la única manera de ahuyentar la pobreza: De niña “algunas veces pasé hambre cuando mi papá no tenía trabajo”, reconoce.

 

Comía carne cuando se podía y, al igual que Alicia, no recuerda haber recibido jamás un regalo en Navidad, algo que se repite en un país con el 46.2% de su población -55.3 millones- en la pobreza.

 

La directora del Área de Desplazamiento Interno de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), Brenda Pérez, resume este suceso:

 

“No podemos olvidar que hay movilidad humana por motivos económicos, así como por violencia o protagonizada por mujeres. Estamos inmersos en una complejidad de escenarios”, explica.

 

Para la experta, la migración económica es solo una arista del desplazamiento interno. En México unas 290 mil personas han huido de la violencia cambiando de localidad, según un recuento propio.

 

En muchas ocasiones, los migrantes internos tienen poca experiencia laboral y terminan subempleados, lo que les lleva a “asentamientos muy precarios” y situaciones de “extrema vulnerabilidad”, apunta.

 

Por ello, la Secretaría de Trabajo tiene dos subprogramas de Movilidad, uno para el sector agrícola y otro para el industrial y de servicios.

 

El primero, que da ayudas económicas, apoyó a 95 mil jornaleros en 2015, una ayuda positiva pero menor si se comparan con los más de seis millones de migrantes económicos.

 

Yelmi considera que en la capital “tal vez esté un poco mejor” porque se puede conseguir “un mejor trabajo”, pero la realidad es que a ninguna de las tres jóvenes les agrada la ciudad, que poco o nada tiene que ver con su lugar de origen.

 

La joven comparte con Alicia un sueño, regresar a Veracruz para estudiar enfermería mientras trabaja para pagarse los estudios.

 

Yelmi no tiene nada claro sobre cuándo y cómo volverá, pero mientras encuentra su camino, se congratula por haber visto al cantante Marco Antonio Solís en un concierto gratuito en el Zócalo capitalino… Pequeñas dosis de felicidad para olvidar la dureza diaria.