Turquía no es una nación cualquiera. En el mapa geopolítico actual tiene una importancia vital. Es uno de los países con mayor peso específico. No en vano divide y une al mismo tiempo a Europa de Asia. Y eso le ha distinguido históricamente.
Su afán expansionista es tan atávico como Constantinopla y Bizancio al Imperio Otomano que conquistó gran parte de Europa, Medio Oriente y casi todo el norte de África. Pero como todos los grandes imperios que siempre se caen, también le ocurrió lo mismo a Turquía. Eso sí, jamás se cayó del todo.
Cuando se lamía de sus heridas, el francmasón Ataturk fue quien le otorgó identidad a Turquía entrado el siglo XX.
Y de aquella Turquía a la actual es la que ha ido ganando peso específico. Tanto que hoy juega en todas las ligas geopolíticas y lo hace como delantero de un partido, el futuro global, que nadie sabe cómo va a acabar.
Durante años tocó a las puertas de la Unión Europea. Hubo un tiempo, allá por los años ochenta, que prácticamente su entrada se convirtió en obsesión. Pero en ese momento, estaba instalada la Europa dura de Helmut Kohl en Alemania, Margaret Thatcher en el Reino Unido o Valéry Giscard d’Estaing en Francia, que cercenaban el paso aduciendo las sistemáticas violaciones de los derechos humanos, especialmente con la población kurda.
Pero aquella Europa sabía que era tan sólo eso, una excusa. La inclusión de la entonces depauperada Turquía era, sin embargo, un potencial enemigo. Su relación con Rusia y China se veían con recelo en la vetusta Europa de las postrimerías del siglo XX.
Hoy el escenario ha cambiado de manera radical. El presidente Erdogan, que se enroca en el poder y en un islamismo cada vez más extremista, sabe de la necesidad que tiene la Unión Europea de los turcos. Él es de los pocos que en realidad puede cambiar a un DAESH, el mal llamado Estado Islámico, y lo sabe porque es el propio Erdogan que les soporta y ayuda ante los embates de la aviación aliada, principalmente de Estados Unidos y Francia.
Pero Erdogan, que es un tipo muy sagaz, da una de cal y otra de arena. Le interesa apoyar al DAESH para aplacar la expansión chiita de Irán y parte de Siria. Por eso, por su frontera con Siria, atraviesan camiones cargados de armamento y petróleo. Son parte del negocio que hace el Estado Islámico para poder sufragarse.
Además de las ayudas económicas de las ricas petromonarquías del Golfo, el DAESH tiene en Turquía a su aliado principal. Por eso, cada vez que pasan los camiones por la frontera, Erdogan mira hacia otro lado.
La otra gran baza es su interlocución entre la Unión Europea y el Estado Islámico. Sus bases militares, en especial las de Incirlik, son utilizadas por los cazas estadunidenses y franceses para diezmar las posiciones terroristas del DAESH.
Turquía no olvida que tiene que llevarse bien con toda su clientela. No pertenecerá a la cada vez más resquebrajada Unión Europea, pero sí a la Alianza Atlántica. Y la OTAN es muy clara: cualquier miembro aliado que fuera atacado, el resto de los países que pertenecen al grupo militar tendrán que socorrerle. Y eso le pone en apuros a Turquía. Por eso se mueve en una cuerda floja, de la que no se puede caer.
Hay una tercera baza de Turquía, que está sacando suculentos réditos. La Unión Europea no quiere más refugiados de la guerra de Siria. Eso sí, lo afirma con declaraciones eufónicas para que no suene mal. Los manda a todos a Turquía. Eso sí, con mucho dinero de por medio. Nadie hace nada gratis; ni siquiera las labores humanitarias. Es el trueque por el trueque.