Antes de renunciar al PRI, Manlio Fabio Beltrones admitió tres cosas: “Nuestro partido tiene que cambiar. Es necesaria una transformación a fondo”, “es imprescindible (…) que reforcemos la rendición de cuentas de los servidores públicos (…) que emanan de las filas” del partido, y que éste “debe ser (…) más funcional, mejor articulado y más abierto”.
Hacia el final del discurso, reiteró la intención de su despedida: “Hoy presento mi renuncia (…) para permitir así que una nueva dirección encabece las transformaciones que nuestro partido requiere. Esta es mi contribución inmediata al debate que propongo abrir en nuestras filas”. Habló un hombre decepcionado pero también uno de los que más conoce al PRI.
Dos días después, el Comité Ejecutivo Nacional priista difundió un comunicado de prensa titulado “El PRI se reagrupa para emprender diálogo nacional interno”. Éste menciona que la presidenta interina y los representantes de tres sectores acordaron “emprender un ejercicio de análisis y diálogo (…) impulsando la participación de toda la militancia”. Un claro reconocimiento a la necesidad de modificaciones internas tras la derrota electoral y a la salida de Beltrones.
Cada vez que el PRI escupe sangre y dientes, salen voces del interior a pedir cambios. Algunos creen que es un tema intermitente, que siempre llega pero que también siempre se va. Pero otros, menos miopes, ya han entendido que la reforma es impostergable. Hoy, el principal riesgo es que la cúpula actual solo simule el diálogo y escenifique cambios. Cualquier conversación real de reforma debe contener los dos principales tabús del priismo: hacer al PRI alérgico a la corrupción –un sistema que expulse tajantemente al corrupto, sea quien sea- y la democratización interna –ya no se puede manejar un partido político nacional con criterios pensados para la década de los 50-.
La idea de “cambiar al PRI” es todo menos nueva. En los años 60, el entonces presidente nacional priista, Carlos Madrazo, intentó una reforma partidaria para instaurar la selección democrática de candidatos a nivel municipal, entre otros cambios. Claramente fracasó y la “reforma imposible del PRI” –como llamó el historiador Pedro Castro al quijotesco intento de Madrazo- pasó a ser el eterno pendiente. Desde entonces, corrientes renovadores –no siempre relevantes ni polémicas- han existido. La mayor oportunidad, claro está, era tras la derrota del año 2000, pero la conversación principal hacia dentro fue otra: regresar al poder cuanto antes.
Existe cierto consenso ante la idea de que el PRI, sin modificación alguna, no dará para mucho más; yo no conozco a un solo priista que no acepte que se requiere cierto grado de reforma. Según la encuestadora Parametría, el voto tricolor se “incrementa (…) conforme aumenta la edad de los entrevistados”, especificando que el mayor apoyo se da entre mayores de 56 años. Por razones biológicas obvias, esta base electoral no durará para siempre. Y sin reforma interna profunda no habrá acercamiento con las nuevas generaciones. Como está todo, no se ve incentivo alguno para que un millennial, por ejemplo, vote al PRI. La pregunta que hoy deben hacerse los priistas es: ¿intentamos reformarnos antes de las presidenciales o hasta después de perderlas?
Lamentablemente, una cosa es cierta: debido a la estructura rígida y no democrática del partido, el único intento exitoso de cambio vendría de –o arropado por- los de arriba. Abajo pueden moverse y hacer ruido, pero la reforma eficaz solo puede partir de un diagnóstico realista para romper resistencias, y no de idealismos presuntuosos o misiones suicidas.
Jesús Reyes Heroles dijo alguna vez que en el PRI no deben existir esquemas intocables ni tampoco miedo a las nuevas ideas. En su momento, la cúpula aplaudió el comentario pero después lo guardó en un cajón; algo de arrogancia explica esa aversión histórica al cambio. Hoy, el partido más importante del país está en riesgo de estancarse por su propia ceguera y, como me dijo un amigo priista, de “volverse un PRD” en unos años si no acepta someterse a esa cirugía que salvará su vida. El presidente Peña Nieto logró sus reformas, las más importantes en décadas. Pero le falta una, la única que amerita no mirar hacia el horizonte sino verse al espejo: la reforma del PRI.