La Ciudad de México, nuestra gran urbe, llamada así desde los orígenes de la nación mexicana, pues ya en el decreto constitucional de 1824 así se le designaba, ha atravesado por una larga serie de cambios institucionales, demográficos, jurídicos y políticos. Por una parte, se ha mantenido como sede de los poderes de la Unión y capital de la República y, por la otra, dichos cambios la han transformado de ser un Distrito Federal, cuyo gobierno estaba bajo el mando de un regente, nombrado por el Presidente de la República, con una legislatura radicada en el Congreso de la Unión, a un Distrito Federal sui géneris, en el que en 1987 se instauró una Asamblea de Representantes que podía emitir bandos de policía y buen gobierno; y que evolucionó hasta ser Órgano Legislativo y tener, prácticamente, todas las materias para elaborar leyes de la metrópoli. En el año 2000 también se eligió un jefe de Gobierno, así como jefes en cada demarcación territorial.

 

Así, el ejecutivo local pasó de ser un regente, dependiente del Ejecutivo federal, a ser jefe de Gobierno, elegido por voto universal, con plenas facultades para su desempeño, dentro de lo establecido por el Estatuto de Gobierno, equivalente a una Constitución estatal excepto porque era elaborado por el Congreso de la Unión. Cabe anotar que el estatuto señala claramente las funciones de Gobierno que corresponden a los poderes federales, en su sede, además de definir la forma, características y atribuciones de los Órganos de Gobierno de la ciudad, sus relaciones con los poderes federales y, desde luego, precisar los derechos y obligaciones de los ciudadanos de esta entidad.

 

En cuanto al órgano de impartición de justicia, denominado Tribunal Superior de Justicia, salvo haber creado un Consejo de la Judicatura, a semejanza de la Corte Federal, y haber ampliado juzgados y cambiado nombres a algunos, no ha tenido  cambios significativos, lo cual, en principio, abriría un amplio espacio para mejorar y modernizar sus procedimientos.

 

Al paso de los años, se habló en diferentes momentos de las transformaciones institucionales que aún debiera y pudiera tener nuestra capital. En ese sentido, se debatía si debería convertirse en un Estado más de la Federación o si debería ser una urbe autónoma con características similares a las de otras ciudades en el mundo, pero con un diseño más ad hoc a las características urbanas, demográficas y políticas de la capital actual. Se hicieron no pocas iniciativas, con mayor o menor alcance, y con ideas diversas de funcionamiento.

 

La propuesta de reforma constitucional más reciente, y que pudo transitar hasta su aprobación en ambas Cámaras del Congreso de la Unión, y en la mayoría de las legislaturas de los estados implica retomar ideas de varias de ellas y dar lugar a una ciudad autónoma, con todas las facultades en lo que toca a su gobierno interior, pero con las restricciones que implica seguir siendo capital de la República y sede de los poderes de la Unión.

 

Es una entidad federativa más, pero no un estado, y está obligada a garantizar la efectiva funcionalidad de los poderes federales, en su sede, para el Gobierno de todo el país.

 

Para ello, la propia Carta Magna asienta previsiones de subordinación y coordinación de los poderes locales respecto de los federales, y deja claro que el régimen interior estará supeditado a tres ordenamientos rectores: la propia Constitución de la República, las leyes del Congreso Federal sobre materias estratégicas en su sede y la Constitución Política de la ciudad.

 

La reforma constitucional aprobada precisa que será una Asamblea Constituyente, elegida para tal efecto, la que considere y apruebe una Constitución de la urbe. Asimismo, se previene que será la legislatura local la que, en su momento, adicione o reforme dicha Constitución.

 

Al respecto, vale la pena hacer algunas reflexiones, antes de entrar a una consideración más detallada, ¿es una Constitución lo que requiere nuestra ciudad para funcionar mejor, proporcionar atención y servicios con calidad para todos, tener viabilidad a futuro, garantizar más ampliamente los derechos ciudadanos y establecer las obligaciones consecuentes, así como asegurar una buena gobernanza? ¿No hubiera sido más fácil modificar el Estatuto de Gobierno y mejorar las leyes secundarias que permitieran mayor operatividad de las instituciones y servicios públicos más adecuados?

 

¿Los habitantes de la capital demandamos una Constitución o solicitamos que se respeten las leyes, que se manejen los recursos públicos con honradez y transparencia y que se escuchen y atiendan nuestras peticiones y opiniones con oportunidad?

 

¿Es verdad que una Constitución nueva (porque ya había un Estatuto de Gobierno equivalente) nos abrirá mayores oportunidades de bienestar, seguridad, orden, movilidad y limpieza en nuestra metrópoli?

 

Personalmente, considero que una nueva Constitución no garantiza que se respeten nuestros derechos, aunque se amplíe la lista. Estimo que un verdadero respeto a la ley y a la justicia, al igual que un gobierno eficaz y honrado, no se desprenderán mágicamente de un documento alternativo, por bien concebido y redactado que esté.

 

Intentaré, más adelante, explorar algunas de estas cuestiones.