El populismo es como la gripa; se extiende con mucha rapidez. A veces, demasiado.

 

El cansancio de la sociedad hacia la política ortodoxa, el hartazgo de las corruptelas políticas, el desempleo, la marginación y la desigualdad han dado lugar a que el parto del populismo esté saliendo del vientre con fuerza y vigor. Es un niño que no termina de nacer y ya ha empezado a llorar.

 

Y lo vemos en países lejanos unos de otros, con inmensos océanos de por medio, desiertos inacabables o fronteras infranqueables. Claro que nada de eso hoy es óbice para que todos sepamos todo de todos y todos estemos interconectados.

 

Da igual si nos encontramos en las antípodas, si hablamos idiomas distintos, si procesamos religiones diversas. El populismo puede con eso y con mucho más.

 

Por eso los ojos del mundo están puestos en los Estados Unidos y en sus elecciones del mes de noviembre. El esperpento del bochorno puede gobernar el país más poderoso del mundo.

 

Y es peligroso, ya no Donald Trump, sino la cantidad de seguidores incondicionales que tiene. Me parece impensable que muchos voten por alguien que dice que si sale a la Quinta Avenida y se lía a tiros, la gente le seguiría apoyando.

 

Pero lo cierto es que esa frase y otras muchas de ese tenor encienden a un electorado que hace de ese esperpento un mito, un salvador ante la política de toda la vida, vieja y manoseada.

 

Pero si vamos a Europa, vemos que el mensaje populista, extremista y xenófobo también cala. Es el caso, por ejemplo, de Marie Le Pen en Francia, que tiene cada vez más adeptos. Tanto es así, que se ha convertido en una candidata real para ser Presidenta de la República Francesa en las elecciones en la primavera del próximo año.

 

El mensaje del proteccionismo, de que Francia es todopoderosa, de que como Gran Bretaña no necesita de Europa, de que el extranjero –principalmente ciudadanos del islam– les está usurpando lo que les pertenece, ha calado en un electorado que apuesta por esta mujer que ha mamado desde la cuna el extremismo del padre.

 

En Austria tendrán que repetirse las elecciones por supuestas irregularidades. La ultraderecha, encabezada por Norbert Hofer, tiene muchas posibilidades de ganar al partido ecologista. Por cierto que, sea o no casual, también Hitler era austríaco.

 

El ultranacionalista Viktor Orban lleva con puño de hierro la Hungría actual. Ese populismo ha llevado a hacer de Hungría la valla infranqueable para los miles de sirios que intentan cruzar a Europa.

 

Y luego está la posible atomización de la Unión Europea desde que salió el Brexit. Si los británicos –aunque ahora están cada vez más arrepentidos– se marchan, ¿por qué no lo haría Francia, o Austria, o la rica Suecia o la propia España? Si llega al poder la extrema izquierda no es descartable que España se lo planteara. Y si eso es así, ¿por qué no podría hacerlo Escocia, o Cataluña, o Córcega o el País Vasco?

 

Estamos jugando un juego perverso. Parte de la responsabilidad está en los dirigentes actuales; otra parte, en el resto de la sociedad.

 

Si no encontramos una panacea, un medicamento, un bálsamo que lo cure, el populismo se instalará. Entonces, ya no habrá remedio.

 

La cura es urgente. Acuérdense: el populismo es como la gripa; se contagia con mucha rapidez.