Hace unos días, en una charla en la Complutense de Madrid, Pablo Iglesias –secretario general del español Podemos- dijo algo que muchos aquí en México necesitan tatuarse en el antebrazo: “Nosotros aprendimos (…) que las cosas se cambian desde las instituciones, esa idiotez que gritábamos cuando éramos de extrema izquierda y decíamos ‘la lucha está en la calle y no en el parlamento’, es mentira”. Sea la extrema izquierda o la extrema derecha, el principio es claro: en pleno siglo XXI, las democracias occidentales ya no necesitan revolucionarios del todo o nada que, desde la clandestinidad o incluso desde la violencia, buscan imponer sus condiciones a toda costa.

 

Hoy, quien quiera proponer, reformar, derogar o llevar a cabo su visión de país, necesita hacerlo desde el sistema creado para eso. Tras el conflicto poselectoral de 2006, por ejemplo, López Obrador lo entendió. Se dio cuenta que, al mostrar su lado más radical al tomar Reforma, mandar “al diablo” a las instituciones y autonombrarse “presidente legítimo”, necesitaba demostrar apego al aparato y a la ley, sobre todo para acercarse más y mejor al votante mexicano de clase media.

 

Así decidió crear su partido político, MORENA. Algunos criticaron sus motivaciones –por todas las prerrogativas económicas que conlleva- pero en la realidad, solo tomó el paso que un líder social de su calibre y arrastre debía tomar: agrupar ese apoyo, transformarlo en fichas, y jugar en el sistema de partidos. Ante la seducción de la ruptura, frente al romanticismo del revolucionario, López Obrador prefirió institucionalizarse porque sabe que solo así podrá llegar al poder.

 

Ahora hablemos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). Este sindicato creado en 1979, nació como un contrapeso al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), de corte oficialista. En la actualidad, los bloqueos de la CNTE y aliados –intensificados por la detención de Rubén Núñez y por los trágicos hechos en Nochixtlán- han paralizado diversas ciudades y, al parecer, provocado desabasto de insumos y víveres en partes de Oaxaca. Mientras tanto, el hartazgo entre los ajenos al conflicto está creciendo rápidamente.

 

Las peticiones de la CNTE son diversas: presentación con vida de los 43 de Ayotzinapa, abrogación de la reforma educativa, respeto al derecho de elegir democráticamente a las dirigencias sindicales, un aumento salarial del 100 %, mayor presupuesto para el ISSSTE, el incremento de la matrícula en las normales, la revisión de sus planes de estudios, la asignación automática de plazas a los normalistas, y la eliminación de la evaluación como instrumento de ingreso, permanencia y promoción docente, entre otras. La solución de todas –salvo la de los 43, que se incluye para generar una presión más de corte moral que realista- recae en la política institucional, porque implica cambiar leyes, reglamentos y generar acuerdos con diversas partes.

 

Sin ahondar en si estamos de acuerdo o no con sus peticiones, su visión no solo toca la educación. Junto con los ocasionales subtemas que piden –por ejemplo, solucionar las demandas de organizaciones que defienden los recursos naturales-, es prácticamente una plataforma política. Por eso mismo, el planteamiento de que formen un partido no es descabellado. Para resolver un conflicto como este, que lleva varios años, que hoy afecta a más de 15 entidades federativas, y que ha dejado muertos y heridos, se deben sopesar todas las soluciones posibles.

 

El principal beneficio de que formen un partido sería para México, ya que tendrían que abocarse a las reglas del sistema. Según la Ley General de Partidos Políticos, estarían sujetos a la fiscalización de ingresos y egresos, a la transparencia de recursos –hoy opacos y de origen dudoso-, a las sanciones por incumplimiento de obligaciones y, la más importante, a la reunión pacífica para tomar parte en los asuntos políticos del país. Un marco jurídico que los obligue a un mínimo de civilidad les permitiría buscar y proponer los cambios que, bajo su visión, el país requiere. Ya no desde la clandestinidad, la sombra o la violencia, sino desde una curul o un ayuntamiento –además, esto les brindaría acceso a diversos medios para comunicar sus ideas-.

 

Pero el paso más difícil implicaría que sus líderes y sus bases se desligaran de –o disolvieran- la CNTE, ya que dicha Ley prohíbe la intervención de organizaciones gremiales en la conformación de partidos. La CNTE, si de verdad se moviliza por el país y no por sus privilegios, no tiene porque temerle a la competencia del sistema de partidos: ahí podría buscar ganarse a la sociedad a base de convencimiento y no de sometimiento. En una democracia, existen arenas precisamente creadas para contrastar visiones de país. Usémoslas. Fuera de un ring, sin un réferi ni entrenadores, dos boxeadores prácticamente se matarían.

 

Cambiar la realidad desde las calles, como al parecer creía Iglesias, es posible con suficiente presión. Por eso creo que el español, más que de una mentira, habla de no caer en una trampa. Una trampa porque si bien martillar un edificio genera ruido, al final lo estás dañando. Nuestras instituciones tienen fallas pero son las que tenemos, y mejorarlas, nos guste o no, también pasa por el sistema mismo. Ni represión por parte del Estado ni violencia gremial con tintes de extorsión a la autoridad. Ante la violencia, la política y las ideas. Esta es una más.