Detona una canción en Maracaná. Una de las más clásicas de Brasil, aunque en modo funk. Clavo la mirada, entre estupefacto y expectante, hacia la escenografía que espera la inauguración del viernes. Olvido por un momento que esto es sólo un ensayo, el último sí, para la ceremonia de apertura. Me impregno, sin quererlo, del aura del santuario: Maracanazo, Garrincha que va y viene, gol mil de Pelé, Rivelinho y Jairzinho, Zico y Falcao, Sócrates y su democracia corinthiana, Romario y Ronaldo, la reciente coronación de Alemania. Entonces, tres frases que brotan como folhas secas lanzadas hacia las porterías que hoy no están, pero aquí siempre se sienten: “Brasil no es para principiantes”, explicaba el músico Tom Jobim. “Brasil derrumba toda idea que nos hagamos de él”, clamaba el poeta Mario De Andrade. “Brasil desciende de tres razas tristes: la indígena, la africana y la portuguesa”, aseveraba el historiador Caio Prado Junior.
Brasil, idea o noción tan dabatida como la de México, lo cual, laberintos de soledades y confisiones que compartimos, es demasiado decir.
Brasil: el que consiguió la sede olímpica en 2009 con grados de suficiencia y solidez impensados; el que en plena crisis bancaria de ese mismo año, con la economía mundial colapsada, declaraba en voz de su presidente Lula que el tsunami sería para su país una marolinha (o sea, una olita); el que izaba la bandera BRICS como propietario del futuro; el que presumía a través de Dilma, ante nuevos hallazgos de petróleo, que “Dios es brasileño”; el que reivindicaba a la izquierda, a la emergente clase media, a la pacificación de favelas, a América Latina, al líder sindical convertido en hipnotizador equiparado por entonces a Nelson Mandela.
Brasil: el que siguió lo establecido por De Andrade y derrumbó la idea que tan bien había vendido al mundo y se había vendido a sí mismo. Su tsunami no venía de Lehman Brothers, sino de la caída de los precios de commodities, de una China que dejó de comprarle todo lo que le compraba, de un esquema gubernamental que se superó a sí mismo y filtró corrupción por cada rendija (desde el mensalao, cuota pagada a diputados para contar con su apoyo en el gobierno de Lula, hasta el estallido del caso Lava Jato de la paraestatal Petrobras que tiene a buena parte de las élites políticas y empresariales acusadas o procesadas), de una clase media que, entonces comprendimos, ya adquiría coches caros a plazos mas no contaba con electricidad o agua potable.
Ese Brasil, ese Río de Janeiro, preferido por el COI en 2009 por encima del Chicago del Obama recién proclamado Nobel, del Madrid previo a la Eurocrisis, del Tokio de la vanguardia, no existe hoy. Sobre todo, en moral, en esperanza, en perspectivas; quien pensaba que pronto se mudaría a un buen barrio, que viajaría a Miami, que tendría hijos en universidades privadas, hoy se basta con cerrar el mes habiendo comido tres veces al día; quien presumía una nueva era, se avergüenza de Lula y Dilma, pero también de Temer y de la forma tan burlesca en que se llevó el impeachment; quien se veía en el primer escalafón el concierto de las naciones, hoy prefiere que los reflectores de los mega-eventos deportivos ya se marchen para que al fin pueda ordenarse tan caótica como atribulada casa.
Mientras eso pasa, por las próximas dos semanas, el festival comprado a plazos en 2009, cuando parecía que había recursos para pagarlo y hasta para lucrar con él: los mejores deportistas del planeta cerca de la Ciudad de Dios, tan poco privilegiada por Dios.
Maracaná nos espera. Ese Maracaná, colmo de la pasión e inventiva, de estos hijos de tres razas tristes. Este Maracaná, al que no sabemos si atribuimos un aura especial por tanto que lo hemos leído o porque en realidad aquí algo distinto flota en el aire. Este Maracaná que el viernes nos recalcará una frase de Jobim, más allá de la clásica Garota de Ipanema que camina columpiándose con la gracia de un poema: que Brasil no es para principiantes.