Tsundoku es la palabra japonesa que define a quien apila libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. No es un bibliófilo ni un coleccionista, es un bibliópata atemorizado por su provisionabilidad.
Walter Benjamin en su bien conocido texto Desempacando mi biblioteca nos hizo comprender la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo, el coleccionista elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman. Para ello se vale del mercado común, subastas,traficantes o préstanos sin retorno. Pero no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto. Su historia, sus condiciones de imprenta, sus materiales, sus antiguos dueños, son lo que le dan valor al ejemplar. Para él la colección es un crucigrama cuya única finalidad es ser completada, no leída.
Los Tsundoku difieren de los coleccionistas en más de un aspecto. El primero no necesariamente consigue libros con base en un principio organizativo. Puede deleitarse de igual manera en la acumulación de libros de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación. Su manía adquisitiva tiene otro origen: una mentalidad apocalíptica y un búsqueda de control del porvenir.
El Tsundoku se deleite en la obtención, compra o robo de materiales. Necesita más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. El acumulador de libros siente una necesidad imperante de obtener algún ejemplar que se cruce en su camino por miedo a que la oportunidad no se repita, incluso cuando eso es altamente improbable por las características del ejemplar. Le resulta casi imposible, aún cuando esto trae consecuencias en su economía, no obtener un libro al entrar en cualquier recinto que los ofrezca. Pero toda pasión colinda con lo caótico. En contra del orden del catálogo, el acumulador y el coleccionista imponen un orden al desorden narrativo de sus vidas a través de los títulos que adquieren. Para los dos, cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valoriza un libro con base en el pasado, en la narrativa que hace de la rememoración de su adquisición y hace de la memoria de su compra el pedestal de cada ejemplar; el tsundoku valora el libro porque lo proyecta al futuro. Su importancia reside en que estará disponible para él, listo en su librero o en cualquier rincón para el momento en el que necesite tomarlo. El coleccionista renueva mundos viejos, el tsundoku encuentra los mundos futuros en los antiguos. La previsibilidad enajenante de quien adquiere libros compulsivamente es la razón que lo hace conseguirlos de manera obsesiva. El tsundoku considera cartográficamente los enigmas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución, armas siempre impresas. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Hay algo del delirio fatal en el acumulador que apila libros como destinos posibles.
Más allá del orden mental y la sensación de control que la colección o la acumulación generan, el orden físico de los libros provoca submundos. El coleccionista, no forzosamente una figura afortunada, dispone un espacio y un orden para sus ejemplares. En cambio el tsundoku, tras exceder sus libreros, vuelve todo espacio vacío un lugar para libros. Poco a poco forma su propio bunker de letras. Los libros invaden todos los cuartos y pasillos de su casa y duerme en alguno de los resquicios que las palabras, sus mayores quimeras, aún no han ocupado. Perdido en el laberinto de polvo que él mismo se ha trazado entre tintas del pasado y el futuro, el acumulador espera nervioso tener las claves para llegar exitósamente a la muerte. dmh