El origen del conflicto de las pipas en Tlalpan surge de una estructura de corrupción heredada de la gestión de la exalcaldesa Alfa González.
Foto: Cuartoscuro

Sobre Calzada de Tlalpan, por la tarde, las pipas parecían un muro metálico. Los choferes se bajaron, cruzaron los brazos y advirtieron que no se moverían hasta ser escuchados. Decían que el tiempo de carga se había duplicado, que los pozos estaban secos, que el trabajo ya no alcanzaba.

A su alrededor, cientos de automovilistas atrapados en el tráfico tocaban el claxon sin entender que, detrás de dicha protesta se esconde la del negocio del agua en la Alcaldía Tlalpan, un sistema construido durante los tres últimos años con dinero público, manipulado por intereses privados y tolerado por la administración pasada.

De acuerdo con documentos consultados, el origen del conflicto de las pipas surge de una estructura de corrupción heredada de la gestión encabezada por la exalcaldesa Alfa González, cuando el servicio social de distribución de agua gratuita se convirtió en un circuito paralelo de cobros, ventas de permisos y manipulación política.

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Lo que debía ser un apoyo para las familias de Topilejo, Parres y el Ajusco terminó convertido en un negocio con tarifas y socios.

De acuerdo con el análisis, en ese periodo, el número de pipas registradas creció de 211 a más de 330, sin justificación técnica. La expansión no respondió a la necesidad de abasto, sino a la incorporación irregular de unidades privadas que compraban su entrada al programa mediante la venta de números económicos, documentos que funcionaban como una credencial para acceder a los puntos de carga.

En algunos casos, los folios se ofrecían en hasta cien mil pesos, y una vez dentro, las pipas operaban con libertad para cobrar por el agua que debía ser gratuita.

Los operadores lo sabían

Nadie verificaba si las pipas llegaban a los domicilios registrados; bastaba llenar un boleto, firmar y volver a la fila; así surgieron los viajes fantasmas con cargas completas que nunca salían del pozo, registros duplicados y recibos falsificados.

Algunos choferes incluso vendían el agua a negocios privados, mientras reportaban entregas sociales ante la alcaldía.

El esquema era redondo. En el papel, el programa seguía cumpliendo su objetivo social; en la práctica, se había transformado en un sistema de rentas informales y lealtades políticas. Los líderes de agrupaciones controlaban el acceso a las garzas, cobraban “cuotas” mensuales y decidían quién podía operar.

“Era una red invisible pero poderosa”, explica una fuente que participó en la revisión del padrón. “Había pipas que no existían y beneficiarios que nadie conocía. Todo se sostenía con papeles y sellos, no con agua”.

Ordenan auditoría

En una auditoría realizada por el nuevo gobierno local encontraron pipas sin registro, operadores que no pertenecían a ninguna ruta oficial y personal público involucrado en el negocio, por lo anterior, se ordenó la baja de unidades irregulares, se impuso la rotulación obligatoria, se cancelaron folios duplicados y se prohibió la venta de agua. Fue entonces cuando comenzaron las protestas.

Aunque el bloqueo de esta semana fue el más visible, no fue el primero. Desde hace meses, grupos inconformes han presionado para recuperar privilegios que desaparecieron con el reordenamiento, bajo el argumento de que el tiempo de carga se duplicó y no se sostiene en los registros técnicos.

Según los reportes, los nuevos protocolos de verificación aumentaron el proceso de llenado, pero redujeron los abusos y eliminaron los viajes falsos. El retraso no es ineficiencia, es control.

En el fondo, la disputa por el agua en Tlalpan no es técnica, sino un tema económico. Las pipas representan un flujo constante de recursos, una forma de intermediación que durante los últimos años escapó a toda supervisión.

El análisis documenta cómo, bajo la administración pasada, el programa se convirtió en un mercado: un “derecho” que se compraba y se revendía. La expansión artificial del padrón, el tráfico de permisos y la ausencia de regulación generaron un ecosistema en el que cada litro podía traducirse en dinero.

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El costo de desmontar ese sistema no es menor. Lo que hoy se presenta como una protesta por “tiempos de carga” es, en realidad, la resistencia de quienes perdieron el control de un negocio millonario. Cada verificación, cada registro nuevo, cada restricción en los pozos es una grieta más en un modelo que durante años lucró con la necesidad.

Para los habitantes que siguen esperando una pipa en sus colonias, el conflicto es invisible pero palpable. Los retrasos, la incertidumbre y la desconfianza son los restos de un sistema que nunca funcionó del todo.

Pero debajo de esa escena cotidiana -la manifestación- hay una historia de impunidad, favores y dinero público que se evaporó entre mangueras. Una historia que comenzó mucho antes de la protesta, cuando el agua se volvió negocio y el desorden una forma de control.

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