El asesinato del delegado de la Fiscalía General de la República en Tamaulipas fue un terrible aviso de lo que se había querido evitar y que ahora aparece como un tigre que se volvió a soltar: la violencia irracional en modo de terrorismo por parte de algunos grupos delictivos contra autoridades del Estado podría estar avisando una nueva fase de la narcoguerra del crimen organizado.

La primera comenzó en diciembre de 2006 cuando el presidente Felipe Calderón Hinojosa encontró que las estructuras policiacas y de seguridad civil habían sido cooptadas por los delincuentes y entonces decidió ejercer la facultad constitucional de uso de las fuerzas armadas en escenarios de seguridad interior. La respuesta fue el inicio de la guerra entre militares y delincuentes.

El presidente López Obrador inició su Gobierno con la argumentación de que había que atender las causas de la delincuencia y se comprometió específicamente a que al día siguiente de su toma de posesión los delincuentes abandonarían las armas y tomarían los instrumentos de la siembra de la tierra.

Nada de eso ocurrió. Los delincuentes no cumplieron el compromiso informal de gobernanza y comenzaron a pelearse entre ellos para disputarse territorios para sus delitos. La incidencia delictiva creció, los delincuentes se fortalecieron como estructura de poder real territorial y el Estado quedó atrapado en su propia retórica de no atacar para que no lo atacaran.

La actual ofensiva gubernamental –necesaria, indispensable, impostergable– contra las bandas del narcotráfico y ahora del huachicoleo está enfrentando los primeros indicios de respuesta delictiva y, por lo tanto, se está descubriendo que los seis años de “abrazos, no balazos” permitieron el fortalecimiento estratégico de los delincuentes.

Habrá que esperar hasta dónde llega la respuesta violenta de los cárteles, pero por lo pronto los primeros indicios no son muy positivos.

 

Zona Zero

La decisión de los fiscales estadounidenses de no solicitar la pena de muerte contra narcos mexicanos en su poder –sobre todo Ismael El Mayo Zambada y Rafael Caro Quintero– puede no ser una buena noticia, porque los primeros indicios mostraron la posibilidad de que los abogados defensores hubieran logrado un acuerdo de no-pena de muerte a cambio de información sobre el crimen organizado en México, sobre todo –y eso enfatizan algunas fuentes que están tensando la relación– de los caracterizados por el presidente Donald Trump como narcopolíticos.

 

(*) Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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