En el hangar de la Marina se afinaba la estrategia. De un lado -felices, por supuesto- el gabinete de seguridad en pleno definía la estrategia para dar a conocer oficialmente la detención del líder del Cártel de Sinaloa: El Chapo Guzmán.
Se encontraban ahí el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong; el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam; los titulares de la Defensa y la Marina: el general Salvador Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón.
Con ellos: Manuel Mondragón y Kalb, comisionado nacional de Seguridad Pública; Eugenio Ímaz, director del Cisen; Monte Alejandro Rubido, secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad; Aurelio Nuño, jefe de la Oficina de Los Pinos; Eduardo Sánchez, vocero de la Presidencia de la República.
Nadie quería perderse el momento. ¡El Gran Momento!, así, con mayúsculas. Porque el arresto de El Chapo Guzmán no sólo representaba para Enrique Peña Nieto y su equipo una gran victoria en la lucha contra el narcotráfico, sino un triunfo simbólico. Ese que tanto buscó Felipe Calderón durante su sexenio y nunca obtuvo.
Pocos -léase panistas y agencias de inteligencia de Estados Unidos- esperaban que los priistas fueran a atrapar a ese sinaloense legendario llamado Joaquín Guzmán Loera (al que la revista Forbes situó hasta 2012 como uno de los hombres más ricos del mundo y cuya fortuna calculó en mil millones de dólares).
Los priistas van a negociar con los narcotraficantes, sostenían.
“El mito se derrumbó”, nos diría después uno de los presentes. Por ello -nos contaba- la emoción y la alegría en los rostros. La satisfacción que permeaba en el ambiente, la cordialidad entre unos y otros en el hangar.
Ninguno lo mencionaba abiertamente, pero el mensaje subliminal estaba ahí: Nosotros (los priistas) sí pudimos.
Pero nada de ello debía traslucirse en el informe-mensaje-comunicado que estaban preparando. Eso era precisamente lo que había que cuidar: lo que no debían mencionar públicamente. Se trataba de evitar herir susceptibilidades. Ya habían ganado.
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QUE LO PONGAN PRESENTABLE.- En otro cuarto del mismo hangar de la Marina, Guzmán Loera era revisado y acicalado.
Ya de por sí le habían puesto una camiseta cuando lo sacaron del departamento en Culiacán (estaba “en paños menores”, cuando lo atraparon), y algunas fotografías de los primeros momentos lo muestran despeinado y con el torso desnudo.
Para evitar cualquier problema con los derechos humanos y el debido proceso, se decidió que la “presentación” de El Chapo –casual, únicamente camino al helicóptero que lo trasladaría al penal- debía evitar cualquier tipo de denigración. Sería “presentable”. Vestiría pantalón y camisa e iría bien peinado.
Y en lo que sí tendrían sumo cuidado sería en evitar que levantara la cabeza en algún momento de su paso frente a las cámaras “porque suelen enviar mensajes con el rostro”, según nos comentarían.
El caso es que, efectivamente, siempre habría una mano en la nuca de El Chapo obligándolo a bajar la cabeza. Apenas un momento fugaz hacia las cámaras en su recorrido hacia el helicóptero que lo llevaría de nueva cuenta a un penal de máxima seguridad: Almoloya, por ahora.
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NO SE LE VEÍA DERROTADO.- Pero si algo impresionó a quienes vieron al líder del cartel de Sinaloa dentro del hangar, sin prensa ni cámaras de por medio, fue la actitud y la mirada de El Chapo:
“No se le veía derrotado ni asustado…”, apuntaría uno de esos testigos.
Mencionaba lo anterior por otros casos en los que fue testigo y el contraste, decía, era notable.
“En El Chapo -nos contaba- lo que notabas es que estaba enojadísimo… Se le veía furioso porque lo habían detenido”.
No abrió la boca, no dijo una palabra. Era sólo la actitud, las mandíbulas trabajadas, la mirada durísima.
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GEMAS: Regalito del ex director del Cisen, Guillermo Valdés: "Detener líderes del narco es una tarea muy complicada, es una partida de ajedrez”.