En mis encuestas personales más recientes con gente de la Ciudad de México, me he encontrado, para documentar mis preocupaciones, lo que ya suponía, que la mayor parte de los individuos que no están involucrados directamente en el tema de la reforma política, del Constituyente y de la “Constitución” local, incluso miembros de algún partido político, se preguntan y ¿qué ganamos los capitalinos con esta reforma?, ¿para qué nos va a servir una “nueva Constitución”?, ¿quién la va a elaborar y con qué fundamentos?, ¿qué significa una asamblea constituyente?, ¿cómo se va a pagar?, ¿va a ser permanente? Y si lo fuera, ¿qué haría entonces la Asamblea del Distrito Federal?
Las preguntas no se quedan ahí; abarcan también las dudas sobre los asuntos a los que se refiere la reforma misma, de la que tanto se habla recientemente, y se cuestiona qué se pretende con ella, quién o quiénes la solicitaron, etcétera.
Esto querría decir que, a pesar de la enorme publicidad pagada y de las frases que dicen que la Constitución la haremos todos, la mayoría de la gente no entiende sus alcances, cuál será su utilidad y qué beneficios reportará a los habitantes de esta gran ciudad.
Algunos dicen que ganaremos derechos ciudadanos, que ya no seremos ciudadanos de segunda y hasta señalan que la reforma y la Constitución serán llave de la felicidad.
Soy capitalina, y nunca consideré que fuera una ciudadana de segunda, ni que tuviera derechos disminuidos en relación con los oriundos de otras entidades federativas. Al contrario, siempre me sentí orgullosa de pertenecer a esta gran urbe, tan hermosa, abierta y generosa hacia todos los mexicanos que han venido a estudiar, a trabajar o a hacer política en ella o desde ella.
He votado desde que adquirí la mayoría de edad por diputados federales, senadores por el DF y Presidente de la República; más adelante por representantes a la Asamblea del DF que luego se convirtieron en diputados locales. A partir de 1997, después de varias reformas menores de la Constitución Federal y del Estatuto de Gobierno, también sufragué por un jefe de Gobierno. Desde el año 2000 emití mi voto igualmente por los jefes de delegaciones. En estos dos últimos cargos de elección popular, por cierto, no he encontrado ventaja alguna en relación con la administración de un regente o de un delegado designado, salvo que, al no ser elegidos, procuraban tener mejores respuestas a las necesidades ciudadanas y una disciplina indispensable con el jefe de Gobierno, pues no presumían ser autónomos en una ciudad con gestión unitaria, como seguirá siendo la nuestra.
La Constitución de la Ciudad de México aún es una caja negra, pues la iniciativa surgirá del actual jefe de Gobierno y será analizada, discutida y aprobada, en su caso, por una legislatura especial para el asunto, y cuya composición, en opinión de algunos analistas, significará que algunas fuerzas políticas estén sobrerrepresentadas y otras, al contrario, subrepresentadas. Además, la baja participación de los electores para definir su integración deja dudas sobre la vocación de dicha “Asamblea” para hacer un documento que llevará el nombre de Constitución.
Sobre los grandes temas posibles de la “Constitución”, por ahora sólo conocemos los lineamientos que ya contiene la reforma a nuestra Constitución nacional para referirse a la Ciudad Capital de la República. Sobre ellos hablaré en mi siguiente entrega.
Por lo pronto, cabe recordar que dicha reforma asienta que el territorio actual del DF se convierte en la Ciudad de México (que ya era), y que ésta será una ciudad autónoma, que no soberana, con un gobierno propio que tendrá las facultades para conducirla en todo lo que atañe a su régimen interior. Como recordaremos, aún los que no somos abogados, los estados de la unión son libres y soberanos, y en razón de ello emiten su propia Constitución, con la sola limitación de no sobrepasar en ningún caso a lo establecido por la de la República. Si la metrópoli no es soberana, surge otra pregunta: ¿es válido que se emita una Constitución local?
Y volviendo a los asuntos que sí preocupan cotidianamente a los habitantes de la ciudad nos preguntamos si, más allá de los grandes propósitos y acuerdos, esta “nueva Constitución” resolverá temas como las grandes construcciones que hoy proliferan en diversos sitios de la urbe, sin control ni programa, y que no consideran la insuficiencia de infraestructura básica de agua y drenaje, o la carencia de estacionamiento, entre otros, y que por supuesto tampoco dicen quién o quiénes se apropian de la plusvalía de los terrenos edificados.
O quizá nos lleve a resolver los problemas de contaminación en una megaciudad, con cada vez más autos circulando. Tal vez nos ayude a lograr una movilidad adecuada y a conseguir una circulación más fluida que no enfrente topes a cada paso, calles fracturadas y con agujeros por todas partes. Podría ser que finalmente se tuviera alguna consideración con el peatón que debe sortear peligros de banquetas rotas, alcantarillas sin tapa, cambios continuos de circulación, insuficientes señales, carencia de alumbrado, árboles que caen o se desgajan por falta de poda o de cuidado. La “nueva Constitución” ¿hará factible que el presupuesto de la ciudad se encauce más a obras de inversión indispensables y a la creación de un sistema de transporte colectivo eficiente que abata el uso del automóvil? O seguiremos viendo obras inacabables y costosas que pretenden facilitarle más la vía al auto y que de paso implican tala de árboles.
El gasto corriente tiene una gran preponderancia en el presupuesto de la ciudad; es muy poco lo que se destina a inversión. Esto debe revertirse pronto, si queremos una ciudad con mejores servicios y viabilidad a futuro. Esperamos que las amplias y sesudas reflexiones sobre la urbe conduzcan también a cuestiones prácticas que mucha falta nos hacen. De otra suerte, sólo seguiremos viendo pases políticos y promociones personales que en nada ayudarán a la vida de nuestra capital.
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