Con valones y flamencos unidos por los diablos rojos (selección de futbol belga) se demuestra que el futbol forma parte del poder blando de la política. O si se prefiere, al punto de encuentro de acuerdos donde no alcanza a llegar la política, el futbol lo rebasa. Se trata del futbol y sus circunstancias políticas.
El viernes pasado, tras haber logrado el pase el Mundial de Brasil, Bélgica vivió un nuevo hito de reforzamiento en las percepciones emotivas sobre la unificación frente a la retórica de la separación incubada, principalmente, por el partido Alianza Neo-Flamenca (N-VA). Algo más, en 27 años, la selección ha pasado de una selección bilingüe a una multicultural. En efecto, la de México 86, y entre los jugadores que obtuvieron (hasta el momento) la mejor participación en toda su historia (cuarto lugar) estuvieron Pfaff, Gerets, Bodart, Van Der Elst, Clijsters y Vandenbergh, entre otros (apellidos franceses y flamencos); ahora, sus principales estrellas son Lukaku, nacido en Amberes y con ascendencia congoleña, Dembélé quien nació en la región flamenca y con ascendencia de Mali; Christian Benteke, quien nació en Kinsasa, República Democrática del Congo; y el carismático Kompany, se origen congoleño, entre otros.
La selección de futbol de Bélgica se ha convertido en un fenómeno pocas veces visto: los siete mejores equipos de la Premier League de Inglaterra tienen por lo menos un jugador belga clave. Por si fuera poco, el azar no quiso quedar al margen de la situación: las elecciones federales y regionales se celebrarán a dos semanas del Mundial de Brasil el próximo año. Si los astros se cruzan, los políticos del N-VA tendrán, al parecer, una caída súbita.
Los peores números del ultra derechista Jean Marie Le Pen los obtuvo después de que la selección francesa ganara el Mundial de 1998. Lo que la mayoría de los franceses no le perdonaron al político del Frente Nacional, fue la crítica que lanzó meses antes de la competencia en referencia a que los jugadores de origen africano no sabían la letra de la Marsellesa. Sus palabras fueron convertidas en autogoles. Le Pen perdió por goliza cuando los jugadores desfilaron con su medalla por el palco del Stade de France.
“Kompany y los diablos rojos son el mayor enemigo de Bart De Wever”, apuntó en junio pasado un de los críticos más influyentes de Flandes, Luc Van Der Kelen, editorialista jefe del periódico más vendido de la región, Het Laatste Nieuws. Bart De Wever es el presidente del N-VA, el partido que apela a la separación de Flandes. Así como el partido griego Amanecer Dorado promueve las ayudas alimenticias a quienes lo requieran, siempre y cuando demuestren que son ciudadanos griegos, el N-VA también lo hace pero en el tema de vivienda para que, sólo los flamencos, puedan obtener subsidios al comprar vivienda pública.
En las elecciones generales en junio de 2010, el N-VA fue el partido más votado en todo el país, dejando atrás, por primera ocasión, a los partidos históricos de Bélgica. Recordemos que la formación del actual gobierno fue compleja en tiempo y forma. El N-VA ganó la alcaldía de Amberes y en 2013 seguiría siendo el partido más votado, no en todo Bélgica pero sí en la región flamenca.
Elio Di Rupo, primer ministro (de origen político socialdemócrata), sonríe por lo que sucede. Encontró, sin plan estratégico de por medio, el mejor remedio en contra de los tics secesionistas, el futbol. “¿Han visto la bandera con el león flamenco y el galló valón ondeando juntas? Es maravilloso (…) el deporte puede unir a un país”, declaró a Le Soir el mismo viernes al salir el estadio en Zagreb, Croacia, en donde Bélgica ganó por dos goles a uno.
En el siglo pasado, el nacionalismo era demasiado serio para analizarlo a través del futbol. En nuestro siglo, en cuyas venas corre el fenómeno de la globalización, tal pareciera que resulta banal el concepto de nacionalismo. Fenómeno perteneciente a una especie de inflación cultural en donde los nacionalismos estorban en la cohabitación transcultural.
Por lo pronto, los diablos cometieron una travesura en contra del N-VA.

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