Para huir de subjetividades voluntarias (pasión controlada) o de fanatismos ideológicos (pasión descontrolada) lo mejor es hacer una especie de bricolaje ideológico. Es decir,  proceder a una deconstrucción de la figura de Hugo Chávez.

Tres virtudes lo proyectaron como estrella del espectáculo político: los programas asistencialistas llamados Misiones; su visión latinocentrista y su carisma. Tres errores lo desfiguraron frente al espejo de la democracia: su populismo trasnochado, su tic golpista a lo largo de sus tres, o si se prefiere, cuatro gobiernos, y sus alianzas con los enemigos de sus enemigos.

El carisma convierte en vendedor al político; la visión regional rompe fronteras y permite elaborar tácticas estratégicas para detonar una guerrilla mediática; y los programas asistencialistas corrigen fallas de mercado a cortísimo plazo.

La política en siglo XXI carece de ideología. Sarkozy lo resumió metafóricamente cuando de un plumazo desapareció el mayo del 68. ¿La ideología como vehículo de vida política? Estados Unidos se olvidó de Latinoamérica la mañana del 11 de septiembre de 2001. Chávez ya se encontraba en Miraflores.  Ese día, el fantasma de la Guerra Fría sucumbió frente a la dura realidad de la globalización y sus circunstancias, entiéndase, lucha y/o armonía entre civilizaciones. Las guerras entre países cedieron al terrorismo. Chávez lo supo pero no le convenía aceptarlo. Total, si los apellidos Pinochet y  Videla, entre muchos otros represores, continuaban vigentes, lo mejor para Chávez era recrear la retórica hegeliana del amo y el esclavo. Ser esclavo para plantar cara al amo. Chávez soñó en convertirse en el nuevo Simón Bolívar; intentó ser el mejor alumno de Fidel Castro. No sólo eso. Quiso ser el relevo generacional. Las paradojas de la biología se lo impidieron. En el consomé de su eje ideológico incluyó a Evo Morales y su orgullo indigenista; al matrimonio Kirchner y su obsesión peronista; a Rafael Correa con su odio hacia la prensa; a Daniel Ortega y sus múltiples personalidades: los Indignados con el Imperio. A ellos, el precio del barril de petróleo nunca superó a los 40 dólares pagados en cómodas anualidades con un costo de 1%. A los enemigos, 140 dólares a pagar sin futuros ni opciones.

Respecto al programa social Misiones, el gobierno de Chávez ayudó a disminuir la pobreza, de 49% de la población en 1999 a 29.5% en 2012 (datos de la Cepal); el analfabetismo cayó de 9.1% de la población a 4.9%,  durante el mismo periodo.

Venezuela tiene 30 millones de habitantes, una economía monopolizada por el petróleo (produce 2.5 millones de barriles al día, y en siete años duplicará la producción) reflejada en el 95% de sus exportaciones, en el 12% de su PIB y en el 40% de su presupuesto federal. El petróleo es su primer motor de varias industrias: comercio, manufactura, construcción, seguros, electricidad y agua.

El populismo de Chávez estresó a los demócratas; les parecía un lenguaje para menores de edad a quienes se les tiene que explicar con peras y manzanas las sumas y restas. Un lenguaje fuera de época. La fórmula orwelliana: asustar para unir, es demasiado vulgar. Ni modo, así es la política. De Estados Unidos, Chávez, hizo una película, o más bien, la reestrenó. Siempre justificó sus decisiones internacionales rasposas por amagues estadunidenses. Aunque, en realidad,  Chávez era ambivalente. Unas horas antes de las últimas elecciones presidenciales en las que participó, Chávez dijo que Obama votaría por él.

Sin duda alguna, uno de los mejores legados de Chávez, fue su capacidad para polarizar a los medios. No había críticas centradas por la realidad, sino, casi siempre, por el fanatismo. En el amor y en el odio no cabe la racionalidad.

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