El silencio interior no es vacío, es plenitud
Guy Finley
En la experiencia humana no existe una sola conciencia, sino una multiplicidad.
Cada pensamiento, impulso o emoción proviene de una voz distinta: la que obedece, la que se resiste, la que observa, la que ejecuta, la que teme, la que justifica, la que desea, la que juzga, la que protege, la que recuerda, la que crea sentido, la que trasciende y la que autodefine.
Cada una de ellas, además, tiene distinto origen: la que obedece suele llevar el sello de la madre, el padre o el maestro; la que se resiste, del instinto que defiende su territorio; la que observa surge con la madurez, cuando el yo aprende a mirarse desde fuera; la que ejecuta nació del mundo del trabajo, de la necesidad de hacer antes que comprender; la que teme, del desamparo o la pérdida; la que juzga, de la moral religiosa o familiar; la que justifica, de la cultura pública que todo explica; la que recuerda, del linaje y la biografía; la que crea sentido, del lenguaje y la imaginación; la que trasciende, del silencio y la experiencia interior y, finalmente, la más importante: la que autodefine para construir el “yo”, proveniente de la selección inconsciente que vamos haciendo de lo que nos cuentan acerca de nosotros todas las anteriores. Y así armamos nuestro relato de vida.
El escritor Guy Finley llamó a esa multitud el enemigo íntimo, porque esas voces suelen enfrentarse, disputar el mando, pretender que su versión del mundo es la verdadera. Desde su perspectiva, el maestro Miguel Ruiz habló del mitote: una algarabía interior donde las creencias heredadas, las normas sociales y las expectativas ajenas hacen ruido constante. Ambos coinciden en lo esencial: la mente humana no es una unidad, sino un populoso mercado donde se intercambian creencias como mercancías, con el regateo como principal medio de negociación con la realidad.
El psicoanalista Carl Gustav Jung llevó esta intuición más lejos. Para él, el alma se organiza como un parlamento psíquico, donde los arquetipos (padre, madre, héroe, sombra, sabio) toman la palabra por turnos. El problema, diría yo, se presenta cuando alguno de ellos interrumpe al otro, y otro a ese y uno más a este. Eso es lo que en realidad suele suceder.
El “yo” que creemos estable es solo el portavoz temporal de alguna de las voces o incluso uno de los coros de esa asamblea. A veces habla el juez interior, otras hace berrinche el niño malcriado o llora el herido, muchas más susurra el temeroso y grita el resentido.
La salud, decía Jung, no consiste en silenciar esas voces, sino en lograr que dialoguen. En este sentido, la conciencia podría compararse con un gobierno en coalición: las voces que pertenecen al pensamiento racional redactan leyes; las que responden a la emoción proponen reformas; las del instinto, vetan; las de la intuición (a las que casi nadie escucha, por cierto), median.
Cuando el parlamento se disuelve por falta de diálogo, sobreviene el caos interior. Lo que hoy llamamos sobrepensar no es más que un concierto discordante de todas esas voces, o el intento inútil de que un grupo desafinado toque lo mismo y al mismo tiempo. No es exceso de razón, sino falta de armonía interior. Pensar demasiado suele ser, en realidad, pensar desunido.
Hoy la neurociencia confirma lo que la filosofía intuía: somos sistemas complejísimos. La conciencia es dinámica, distribuida, incluso contradictoria. Por eso la tarea no es “controlar la mente”, sino presidir el debate para alcanzar la congruencia y, ¡gracias a Dios!, el silencio y la paz.
El requisito previo para realizar esta tarea es por supuesto identificar nuestras voces, sus orígenes y la pugna que hay entre ellas. Eso ya es más de la mitad del camino a recorrer, porque una vez hecho, distinguiremos a los boicoteadores de los colaboradores.
@F_DeLasFuentes
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