Sucede que de tanto abrir trincheras, de tanto crear enemigos, de tanto convertir al conflicto en rutina, llega un punto en el que no hay manos suficientes para proteger al cuerpo de tantos golpes provenientes de tan variadas direcciones.
Le ha sucedido a los más megalómanos líderes de la historia, insensatos al combatir en muchos frentes a la vez; le sucede a aquellos de ideas nubladas ya por la paranoia, ya por la egolatría; le sucede a quienes se pretenden superiores para disimular sus profundas inseguridades.
Cuando Donald Trump se atrevió a declarar aquello de que Colin Kaepernick estaba desempleado por el miedo de los dueños de la NFL a sus tweets, bien pudo pensar que había ganado la guerra: efectivamente, desde entonces el mariscal de campo no ha vuelto al emparrillado. Más, incluso, cuando tras un nuevo ataque, logró que la NFL se cuadrara a sus consignas: no se tolerarían más protestas durante el himno estadounidense.
Sin embargo, los conflictos del mundo real se diferencian en un par de facetas de los del deporte: primero, al carecer de reglas, al ser una especie de “todo vale” al estilo de UFC; segundo, al no tener un tiempo definido: si en el boxeo se sabe quién ganó porque se le ha levantado la mano y en el mismísimo futbol americano una victoria es inapelable simplemente porque ha concluido el tiempo, en la política todo lo que luce como triunfo es remontable.
Así que justo cuando el presidente va enfrentando aprietos por donde camina (en menos de una semana, filtraciones de sus palabras sobre Canadá cuando debía cerrarse su acuerdo comercial; el libro publicado por el reputadísimo Bob Woodward; la carta de un colaborador de su administración llamando a buscar la forma de destituirlo), vuelve al mundo de los vivos un rival al que daba por arruinado y sepultado: el propio Kaepernick…, y esta vez no viene tan solo como luciera durante el último par de años, sino acompañado por una empresa tan poderosa como Nike.
Acaso si Trump proyectara mayor fortaleza, aceptación o estabilidad, la firma no hubiera dado un paso que amenaza al valor de sus acciones (entendamos que no pocos estadounidenses repudian a Kaepernick por sus protestas, tomando su reivindicación en contra del racismo por antipatriotismo). Sin embargo, es parte de una tormenta perfecta: con el presidente ocupado en repeler golpes desde diversos puntos, un nuevo frente, además tan mediático, le hace tambalear.
Los líderes más narcisistas cayeron por pensar que podían contra todos los rivales al mismo tiempo. Hoy a Trump no le bastan dos manos (ni forzando la producción de sus tweets de destrucción masiva) para cubrirse el rostro: cuando ya era demasiado, Kaepernick apunta el ovoide hacia su cabeza.
Twitter/albertolati
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