Todos lo conocen como “El güero”. Él no lo dice, pero se comporta como si fuera el dueño de la calle por lo que le cobra a todos los que se estacionan en ella; los demás suponen que él los va a defender en caso de robo. Aunque es el dueño de la calle no tiene nada más que sus poemas y su querida libertad. Esa clase de libertad que otorgan las autoridades a los presos que cumplen su condena. “Estuve encerrado por homicidio. Ahora me dedico a escribir poesía y obras de teatro en mis ratos libres”, dice el enjuto personaje de ojos claros al que le faltan tres dientes; dos de arriba y uno de abajo de su dentadura. En el Reclusorio Norte vivía de los pesos que le daban los familiares para buscar a los internos en los días de visita. De las 11 a las cinco de la tarde se la pasaba corriendo y gritando los nombres de los presos. Días y noches en cama golpeándose con todos para ganarse un respeto que no se compra, se gana a golpes o con lo que sea. “Si existe el infierno, seguro es ese. Me gustó a pesar de que siempre imploraba al cielo que me vomitara de allí. A pesar de que desde allí me asqueaba lo bonito y cursi del mundo exterior”.
“La primera noche que me arrojaron a las celdas como un perro un tipo al que nunca le pude ver el rostro me pateó en la cara hasta destruirme la nariz. Casi me desmayé del putazo. Allí entre los leones me tuve que convertir en un león de verdad, yo que me sentía el rey de la selva, me di cuenta en el Reino de la Maldad que sólo era un gatito que jugaba a ser el depredador”. Mientras recuerda cómo fueron los días de encierro una de las miles de videocámaras que mandó instalar Marcelo Ebrard en las calles lo mira sin parpadear en una banqueta sucia por las colillas de tabacos sin filtro que fuma sin parar.
Quizá toda la ciudad es una cárcel gigante sin muros visibles, agrega; todos viven encerrados aunque no se den cuenta, aunque sus cuerpos se transporten de un lado a otro. Ningún celador les impide ir al cine, hotel o un antro, “pero si te das cuenta todos son unos zombis que no ven más allá de su egocentrismo pagado a meses sin intereses. Son unos reos en una ciudad llena de automóviles que se desplazan a dos kilómetros por hora y temerosos de que alguien los vaya a asaltar”. En su mente no hay diferencia de esa mole llamada Reclusorio Norte (donde conviven hacinados más de 12 mil individuos) rodeada de cerros sobrepoblados; un lugar donde penal y viviendas aledañas acortan su distancia cada vez más. “Allí aprendes a no arrepentirte de nada, cada una de tus decisiones es un paso hacia la muerte o salvarte de ella. Las primeras mañanas que desperté en un dormitorio rodeado de 15 desconocidos que querían quitarme mi pequeña cobija quería estrellarme contra el gigante muro de 12 metros de altura e imaginar que mi delgado cuerpo podía traspasarlo. Allí choque una y otra vez como la mosca con la ventana. Ahora soy la mosca que aprendió a golpear el cristal para que no le doliera”, por eso regresa a su coche-casa, fastidiado de ese mundo “fresa” que lo rodea. Se mete como un gato asustado que pasa por la parte baja de un zaguán a buscar refugio o aguardar a que llegue su víctima.
@urbanitas