Ninguna cadena es más fuerte que el más débil de sus eslabones, dice un viejo refrán que bien se puede aplicar a la cadena de valor que sustenta el crecimiento económico y social de un país.
Tal como ocurre con cualquier economía del mundo, la mexicana está estructurada con base en cuatro factores primordiales y entrelazados, cuyo mayor peso e importancia varía, según las condiciones históricas correspondientes. Estos factores son el territorio, el trabajo, el capital y el conocimiento.
El territorio incluye, desde luego la tierra, pero también los recursos naturales y la propiedad privada o colectiva. El trabajo incluye la mano de obra, manual o intelectual, y barata, capacitada o de alto valor. Por su parte, el capital, tiene que ver con los recursos materiales, financieros y humanos e inmateriales (como la cultura y su diversidad); en tanto que el conocimiento se refiere al grado de dominio de la naturaleza, las técnicas y el desarrollo tecnológico, científico e innovador. La cadena que mueve al engranaje tiene en la educación, formal y no formal, al más importante de sus eslabones.
Al comentar la novela Padres e hijos de Iván Turgueniev, Piotr Kropotkin hizo mención de un debate que el zar mantuvo con su ministro de educación, en el cual el monarca enfatiza el riesgo que puede correr la sociedad de no llevar a cabo una reforma educativa que, a manera de un dique, permita mantener bajo control las conciencias de los siervos.
Palabras más o menos, el zar sostiene que es imprescindible que los plebeyos aprendan a leer, escribir y aplicar operaciones aritméticas simples, lo suficiente para que cumplan de mejor forma las órdenes que se les dan, pero nunca rebasar la línea, porque entonces el mecanismo de control se disuelve y las masas, al tomar conciencia, pueden llegar a exigir mejores condiciones de vida y el poder.
En México, uno de los postulados más importantes del último gran movimiento social nacional, o sea la revolución de 1910, es garantizar que toda la población tenga acceso a una educación de calidad. Según el Artículo 3º constitucional, la educación básica (preescolar, primaria y secundaria) que imparte el Estado debe ser obligatoria. Tras la modificación del 9 de febrero de 2012, se sumó a este mandato la educación media superior.
Toda la educación pública, desde preescolar hasta superior, debe ser laica y gratuita y observar, además, ciertos valores o criterios orientadores como: basarse en los resultados del conocimiento científico; es decir que “luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”.
Se orientará también con base en el amor a la Patria, la defensa de la democracia, fomento de la solidaridad y respeto a la independencia y los derechos humanos, entre otros. Los particulares pueden impartir educación, de paga y hasta religiosa, siempre que se ajusten a la normatividad específica para ellos.
Precisamente porque la educación pública es el más importante factor que impulsa, fortalece y consolida la cadena de valor que da sustento a una sociedad democrática, es que no debe estar en manos o depender de las decisiones o intereses de un individuo o grupo de personas; vamos, ni siquiera de un gobierno, sino bajo la rectoría del Estado.
Independencia (alimentaria, tecnológica, política, etcétera) es la palabra clave del Artículo 3º Constitucional, y es a través de la educación y del conocimiento científico como se puede alcanzar plenamente.
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