Los grupos que comandaron al Consejo de Alumnos entre 1998-1991 conformaron parte de un modelo que predijo con certeza el futuro. La cohorte generacional resultó ser prolífica.
Una mañana primaveral de 1998, en el Bosque de Tlalpan, Virgilio Andrade observó a lo lejos a un corredor con silueta trémula; conforme pasaban los segundos la silueta se descomponía, al parecer, sin retorno. El corredor, exhausto, decidió abandonar la competencia arrojándose hacia el suelo. Andrade se acercó para ofrecerle un botellín de agua. Se trataba de la Miniolimpiada del ITAM; emular una Olimpiada en un micro cosmos no era la resultante de una idea demencial. Simplemente fue un acto con el que se demostró que la universidad es la mejor época para proyectar sueños.
Un año después, las políticas públicas en el terreno deportivo continuaban dando forma al espíritu olímpico detonado por Andrade. Del otro lado de la bocina se encontraba Fernando Marcos. Aceptaba participar en un homenaje por sus 50 años como periodista deportivo. La fórmula del éxito del ITAM no incluía a la variable deportiva. Así lo expresó el rector Javier Beristain al presidente del Consejo de Alumnos, Jaime Gutiérrez. En efecto, el ITAM no era un club deportivo, pero cada tarde un ejército de brazos se encargaba de arrastrar automóviles que no respetaban el siguiente aviso: “A partir de las 14 horas este lugar se convierte en cancha de futbol, favor de no dejar estacionados sus coches”. En efecto, el rector comprendió que jugadores de la talla de Ernesto Cordero no podían correr el riesgo de romperse una pierna en un campo minado de hoyos. Así que Jaime Gutiérrez convenció a Rodolfo Cedillo, administrador del ITAM, para levantar una cancha cuya estética ayudara a convencer a jugadores como Alejandro Moreno, Rafael Giménez, Luis Miguel Montaño, Luis Videgaray, Hugo Félix, Raúl Murrieta, Jaime Valls, Guillermo Babatz, Andrés Conesa y Juan Luis Forteza, entre muchos otros. Algunos de ellos fracasaron en el intento. El futbol no era lo suyo. No dieron pie con bola. Lo increíble del asunto es que junto a la cancha de futbol, un par de canchas de tenis le agregaron al ITAM un componente lúdico más allá de los salones-ágora correspondientes a los números 200 donde se impartían (y continúan impartiéndose) clases de Problemas e Ideas. El tenista Luis Baraldi acudió a la inauguración. La grilla política entre los que conformaban al Consejo de Alumnos no era suficiente. También había grilla deportiva. Una de las pláticas memorables ocurrió en noviembre de 1990. Cuando los profesores Antonio Bassols y Juan Carlos Belausteguigoitia debatieron con Fernando Marcos y José Ramón Fernández sobre el Mundial de Italia y la ausencia de México por el problema de los cachirules.
Por el auditorio Raúl Bailleres desfilaron Raúl Orvañanos, Carlos Albert, Jorge Alarcón, Jorge Ventura, Carlos Girón y Raúl González. Este último medallista olímpico pero oscuro burócrata tuvo la concupiscente idea de condicionar su presencia: “Sí voy, siempre y cuando asista el rector”. Quería carro completo. Una enorme carcajada silenciosa se dibujó en la mente del estudiante que lo invitó. Por supuesto que no hubo contraoferta. Un martes, Raúl González dejó plantados a los estudiantes que asistieron al auditorio. Al día siguiente, el periódico La Afición hacía mofa del desplante de González, flamante director de la Comisión Nacional del Deporte. Pidiendo disculpas, González llamó por teléfono al día siguiente para reprogramar su visita. Ya no hubo condicionamientos. “Sí, venga, pero el auditorio estará semivacío”, se le dijo.
Nunca se supo, pero uno de los cerebros involuntarios que aportaron vitalidad al Consejo de Alumnos se llamó Adriana Castañón Pérez-Allende. En la ruta crítica de los eventos, estuvo presente.
Veinticinco años después, los tableros de ajedrez han cambiado para los protagonistas de aquella época. Los terrenos del poder, a diferencia de aquel entonces, son más angostos. La vida va.