El populismo es el lenguaje político más cercano a la gente. El éxito del populista, casi siempre, lo condiciona el entorno. Si una crisis económica como la que vive Europa cercena los estilos de vida de varios segmentos de la población, el populista tendrá probabilidad de calar su mensaje en la piel de los electores. Y lo hace a través de una fonética trémula, con la que envuelve seductoramente su fraseo preparado para excitar a las masas. El populista siempre se vende bajo escenarios plebiscitarios: el caos o yo. Algo importante: el histrionismo ideológico del populista se asimila de mejor manera a las demandas mediáticas contemporáneas que a la imagen del político ortodoxo. Es decir, el populista es rating.
Jean-Luc Mélenchon y Marine Le Pen se encuentran en las antípodas ideológicas de la política francesa, aunque como sucede con los ultras, los extremos tienden a juntarse tarde o temprano. Y el tema que les une en esta ocasión es su eurofobia.
Mélenchon y Le Pen venden mensajes a los radicales de izquierda y a los radicales de derecha, respectivamente. El Frente Nacional de Le Pen, hoy, tiene mayor apoyo por parte de la sociedad que el Partido Socialista francés al que pertenece el presidente François Hollande. Hace un año, pocos habrían pensado en este escenario. La primera llamada de atención al establishment la hizo el padre de Marine, Jean Marie, al impedir que el candidato socialista, Lionel Jospin, llegara a la segunda vuelta de las elecciones de 2004.
La expansión del populismo eurofóbico la ha precipitado la crisis económica sistémica. Los nodos políticos se encuentran entrelazados por los índices de desempleo que debilitan los tejidos sociales de España, Portugal, Grecia e Italia, principalmente. Es decir, el populismo europeo también es sistémico, como la crisis económica.
La noche del 6 de mayo de hace un año, en La Bastilla, pude comprobar que los seguidores de Mélenchon (Front de Gauche) se unieron a los de Hollande para festejar el triunfo de éste sobre Nicolas Sarkozy. Algunos de los seguidores de Mélenchon vestían camisetas con el lema: ¡Que se vayan todos! Su candidato no superó 10% de los votos pero, al menos, decían, “no ganó el candidato de la derecha”. La realidad es que la narrativa que despierta la frase “¡Que se vayan todos!” se ha implantado en el consciente colectivo europeo. Así lo pensó Beppe Grillo, el cómico italiano quien obtuvo uno de cada cuatro votos en las pasadas elecciones. En su estrategia de posicionamiento (marketing) exitoso ubicó a la figura de un Silvio Berlusconi convertido en metáfora de lo grotesco entre lo grotesco. El otro componente que utilizó para posicionarse fue la batalla entre la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) en contra de la soberanía italiana; les recordó a los italianos la forma en que Mario Monti se convirtió en primer ministro: gracias a la bendición de la troika.
La crisis económica europea ha abierto una especie de supermercado político al que acuden partidos radicales para obtener simpatías empaquetadas al vacío. La anemia política (desgaste súbito) de los partidos tradicionales lo está propiciando. El centro ideológico se está difuminando y, poco a poco, los partidos radicales lo están ocupando. Pensemos en el caso de Grecia con el ascenso del partido xenófobo Amanecer Dorado, cuyos miembros, gustosamente, reparten comida a los más pobres con la única condición de que sean griegos. Si un pordiosero chipriota recorre las calles de Atenas, no recibirá una migaja de ayuda en manos de militantes de Amanecer Dorado.
En la transmodernidad nos damos cuenta que los populismos se contagian a través del rating.