Hace unos días, el alcalde de San Juan Bautista Valle Nacional, Oaxaca, fue golpeado y secuestrado por habitantes de una comunidad llamada Cerro Armadillo Grande. Éstos acusaron al primero, llamado Fernando Vicente Cruz, de incumplimiento de compromisos y desvío de recursos.
En septiembre del año pasado, el funcionario prometió concluir la demorada construcción de una casa comunitaria a inicios de 2016. Al parecer, se le obligó a comprometerse con esa fecha y a renunciar si no cumplía con dicho plazo. Cuando llegó el día límite, el alcalde logró negociar un aplazamiento con la otra parte. Pero al término de éste, tampoco había casa comunitaria.
Así pues, los frustrados decidieron secuestrar al incumplido. Exigieron a las autoridades entre tres y diez millones de pesos, cantidad que estimaron necesaria para concluir la obra. El Gobierno Estatal intercedió, solicitando la liberación inmediata del raptado como premisa de todo diálogo; la línea no prosperó. Fue el Ayuntamiento quien cedió el millón y medio de pesos que liberaron al alcalde. El secuestro no pasó de cuatro días (El País, 2016).
Desmenuzando el caso como un queso Oaxaca, uno detecta síntomas tristemente familiares. Por un lado, hartazgo con la clase política, falta de decoro público, incumplimiento de compromisos y, agregaría por presentimiento, corrupción. Del otro, justicia por mano propia, extorsión y violencia. Tomar partido en una situación así es una salida falsa: si usted pensó “qué bueno, pinches políticos”, necesita unas clases de civismo. Pero si pensó “malditos salvajes”, necesita unas de historia o un viaje al norte de Oaxaca. Sin una identidad clara, la biografía de México ha sido una oscilación entre estos dos extremos. En fin…
Casi a la par del secuestro, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) publicó la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2015 –véase: http://bit.ly/1OX6WdV-. Ésta mide la satisfacción ciudadana con los “trámites, pagos, solicitudes de servicios públicos y otros contactos con autoridades”, y con los “servicios que proporcionaron los diferentes ámbitos de gobierno”. Es decir, la capacidad del municipio, el estado o la federación, de cumplir –como debió pasar en San Juan Bautista Valle Nacional-.
Según el estudio, el promedio de satisfacción con los servicios públicos básicos –agua potable, drenaje, alumbrado, recolección de basura, policía, calles, carreteras, etc.- y los servicios públicos bajo demanda –educación pública, servicios de salud, electricidad, transporte público masivo automotor, etc.- fue apenas 43.5 %. Entre básicos y bajo demanda, la encuesta analiza 18 rubros, pero solo 8 generan satisfacción en más de la mitad de los mexicanos.
Al respecto, el INEGI apunta: “Calles y avenidas, policía y alumbrado público, obtuvieron un nivel de satisfacción de 20.7 %, 25.3 % y 33 %, respectivamente (…) mientras que para el servicio de salud en el IMSS la satisfacción fue de 38.8 % y, respecto al transporte público masivo automotor, fue de 28.9 %”.
La guerra sucia no nos dejó escuchar las propuestas de los hasta ayer candidatos en materia de gobierno eficaz. Por nuestra larga tradición asistencialista, se suelen privilegiar propuestas de cantidad –“más becas”, “más vivienda”-. Esto puede ser positivo pero, en términos de eficacia gubernamental, la formula debe incluir cantidad y calidad -“más carreteras y con procesos de licitación más transparentes”, “menos trámites y más tecnificación para mayor rapidez”-.
El riesgo de ignorar datos como los de la ENCIG, es nutrir los argumentos de los enemigos del consenso, de los que fomentan la antipolítica y de los que piensan que ser antisistema en un país de instituciones débiles es algo lógico. Quienes hoy tienen el poder deben entenderlo. A nivel nacional, el caudillismo y el populismo tienen cara y partido, y quieren ganar en 2018. Para una democracia que en mucho no responde a sus ciudadanos, caer bajo esas sombras puede significar dejar de serlo.
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