El ojo global enfoca a Silvio Berlusconi como el político de la anti política; el tóxico que diluye el arte de gobernar. Incomprendido, lo mismo por ideólogos moldeados por el siglo XX, que por progres europeístas del XXI, forma parte de una corriente del marketing político cuyo espectro ideológico cohesiona a Newt Gingrich, Arnold Schwarzenegger, Ross Perot, Jesse Ventura, Vladimir Putin, Steve Forbes, Jon Corzine o Mike Bloomberg.
Frente al volumen de adjetivos que despierta el empresario y político italiano, es necesario contextualizar a su figura en la sociedad del espectáculo debordiano.
En 1993 mandó aplicar una encuesta para medir la posibilidad de fundar un partido político: 97% de los italianos lo reconocieron. Al primer ministro en turno, Carlo Azeglio Ciampi, sólo era identificado por un 51%. No contento con las cifras, Berlusconi ordenó que se diseñara y aplicara una encuesta exclusivamente para jóvenes. La primera mención (top of mind) la recibió Berlusconi, la segunda (second best) Arnold Schwarzenegger y en tercer puesto Jesucristo. Su proyecto tomaba forma.
Dos ramas estratégicas le abrieron la puerta de la política a Berlusconi: a la atmósfera que se asentaba al inicio de la década de los noventa en Italia se le llamó riflusso (reflujo o cruda): la acumulación de ideologías desbordadas, lo mismo el comunismo que el fascismo y sus respectivas manifestaciones: terrorismo o retórica nacionalistas. Legado en tiempo real de Reagan y Thatcher, y, por supuesto, del Muro. Todo el coctel contemporizado promovió, al interior de la sociedad italiana, el ascenso de un outsider todopoderoso.
La segunda rama estratégica corrió a cargo del propio Berlusconi: un ciudadano Kane posmoderno. Fue él quien se encargo de modelar la televisión privada a través de contenidos tipo Dallas, Guardianes de la Bahía, Hospital General o Magnum; le dio un vuelco a las narrativas electorales al reclutar a sus propios empleados de la televisión, de sus periódicos, de sus aseguradoras y de grandes almacenes para formarlos como promotores de voto y como políticos. Por ejemplo, una agencia de publicidad se encargó de reclutar a 100 de sus empleados de la televisión para convertirlos en candidatos a las elecciones parlamentarias. Los candidatos fueron sometidos a riguroso casting que incluía pruebas de pantalla en estudios de televisión, conocimiento político y de simulación parlamentaria. A todos los candidatos se les entregó un kit que incluía un folleto de 35 páginas y 11 videos donde aprendían el programa ideológico del partido, así como un conjunto de recomendaciones para hablar en público y en televisión.
Pocos como Berlusconi para transferir su realidad a todo un país. La suya, es una realidad que escapa de la era de Gutenberg y la Ilustración hacia las pantallas de televisión donde las masas se alimentan cinco horas por día. Alexander Stille en su libro El saqueo de Roma –editorial Papel de Liar- escribe que “nunca había entrevistado a nadie que contara embutes tan obvios con tal grado de entusiasmo (…) Berlusconi es sin duda una criatura (y un creador) del mundo posmoderno donde no importa lo ha sucedido en verdad, sin lo que la gente piensa qué es la verdad”.
Berlusconi juega simultáneamente con sus vidas privada y pública. A la primera la convierte en pública y a la segunda en espectáculo; no se sonrojó al llamarle “gorda mantecosa” a Angela Merkel ni tampoco cuando los medios revelaron su affaire con Ruby cuando la modelo marroquí era menor de edad.
El ciudadano Kane posmoderno tiene la virtud de inventarse un mundo habitado por ciudadanos realistas. De ahí el peligro de sus mentiras.
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