El día después de los ex presidentes es uno de los misterios indescifrables de la política. Sus caminos oscilan entre el horror y el olvido; entre la nostalgia y las conferencias de 50 mil dólares; entre los cubículos y las caricaturas. El día después de Gorbachov fue la mutación del político visionario al arquetipo de la globalización. Entre conferencia y conferencia, Putin llegó al poder para criticar su traición con los “ideales de la Unión Soviética”. A Carlos Salinas de Gortari, sus enemigos lo convirtieron en chupacabras, el anatema con el que la vieja izquierda se suicidó. Para Zapatero, el día después fue un regreso a la vida. La crisis económica lo colapsó. Ahora, que Nicolas Sarkozy se encontraba contemplando el regreso de su esposa Claudia Bruni al mainstream desde algún palacio marroquí, propiedad del rey Mohamed VI, gente de su partido lo regresó a Francia para que, en carácter de bombero, logre controlar el fuego que dejó la batalla entre Jean-François Copé y François Fillon.
La imagen juvenil de Sarkozy fue una especie de respuesta rebelde que dio el ex presidente a la población que no le manifestó su confianza en las pasadas elecciones. Barba de tres días, camisas juveniles y escenarios festivos, se encargaron de redactar una narrativa cuyo significado toral era: una vida por delante. En realidad, Sarkozy fue el primer presidente transmoderno francés, o si se prefiere, el personaje que sin ser un outsider, se comportó como tal, al romper el paradigma de los enarcas. Si Francia no me valora, el rey alauí me venera. Así pensó Sarkozy al recibir la oferta que el rey marroquí le extendió; una especie de sabio conductor.
Pero la crisis de la derrota electoral presidencial contagió a la elección interna del partido derrotado, Unión por un Movimiento Popular (UMP). El choque entre el chiraquiano Jean-François Copé frente al hombre cercano a Alain Juppé, François Fillon, dejó al partido acéfalo y con externalidades positivas para los socialistas, en particular para François Hollande. El timing no pudo ser mejor para el presidente autodenominado “normal”: el incremento en los índices de pobreza juvenil, la caída en la competitividad y el déficit público han trastocado su imagen; en política exterior no ha logrado formar un bloque compacto con España e Italia para romper con el liderazgo de Angela Merkel en el interior de la Unión Europea. La culpa, hay que decirlo, no es ni de Hollande ni de Mario Monti, el primer ministro italiano, sino de Mariano Rajoy, un gestor que quiso ser presidente por el dedo de Aznar.
De las elecciones internas que se realizaron el 18 de noviembre nació la victoria pírrica de Copé. Fueron 98 votos la brecha que obtuvo sobre Fillon, de un total de 117 mil papeletas depositadas en las urnas. Después, el caos. Los organizadores olvidaron sumar los votos de tres regiones. Copé sonrió y respiró hondo. Su mentor ideológico, Jaques Chirac, también. La diferencia de votos creció a favor de Copé a poco menos de mil votos. La comisión electoral del partido decidió cancelar dos federaciones fillonistas, Niza y Nueva Caledonia.
Ni un rico café en el GPS esteticista de Place des Vogues en París, y ni una cerveza en Lipp lograron tranquilizar a Fillon. Iracundo, denunció el proceso como algo más que irregular. Así llegó Sarkozy como mediador de los guerreros. El resultado, nulo. Ninguno de los dos cede. El resultado máximo que obtuvo Sarkozy fue la posibilidad de organizar un referéndum entre los agremiados al partido, para medir la posibilidad de repetir las elecciones. En ese momento, Copé y Fillon decidieron cerrar las puertas para tratar de negociar sin la presión de sus respectivos grupos. Lo malo, para ambos, es que un tercer grupo les exige que ambos se hagan a un lado de la contienda.
Suena al PRD; es la Francia sin Sarkozy.