Justicia poética: hace una semana hablamos sobre el triunfalismo del América y su estatus como el “rival eterno” de casi todos los mexicanos. Y ayer, las Águilas cayeron frente al Toluca. Pues bien, además de la gran final América–Toluca, también se celebró el Día Internacional del Fútbol. Curioso, ¿no?
Antes del fútbol que hoy conocemos —con una pelota, dos porterías y un árbitro de dudosa imparcialidad—, la humanidad ya jugaba con el balón. Ahí está, por ejemplo, el juego de pelota mesoamericano, que usaba una imponente pelota de hule, capaz de matar a un jugador.
¿Y qué me dicen del episkyros griego y del harpastum romano, donde los jugadores se pasaban la pelota con las manos por encima del equipo contrario hasta alcanzar la “meta”? Imagínenlo como una mezcla entre el juego del salero y una melé de veinte personas.
Pero fue en un rincón del continente europeo —las islas británicas— donde empezó a formarse no un deporte, ni siquiera una regla, sino una idea. Una idea tan potente que acabaría llenando estadios, levantando coliseos modernos y haciendo vibrar al planeta.
A finales de la Edad Media, distintas comunidades británicas practicaban versiones rudimentarias del football, cada una con sus propias reglas. De esos “códigos de fútbol británicos” derivarían varios deportes: el rugby, el fútbol americano, el fútbol australiano (sí, existe) y, por supuesto, el fútbol tal como lo conocemos hoy, o como aquí decimos: pambol.
Eso sí: estos juegos no eran para cardíacos. Eranpopulares, emocionantes, caóticos y tan violentosque hubo que prohibirlos. Los reyes Eduardo II, Eduardo III, Enrique IV y Enrique VIII decretaron su ilegalidad en repetidas ocasiones, especialmente el fútbol de carnaval, una especie de guerra campal con balón en la que participaban pueblos enteros.
El código de Cambridge consolidó las reglas más aceptadas del fútbol moderno. El 20 de julio de 1871, la Football Association (FA) anunció la creación del primer campeonato formal. El resto es historia: fútbol por aquí, fútbol por allá, fútbol por acullá.
Desde entonces, el fútbol dejó de ser solo un deporte. Se convirtió en un fenómeno cultural global, incluso en Estados Unidos, que poco a poco va entusiasmándose por el soccer.
Tan poderosa ha sido la influencia del fútbol que, en 1969, sirvió como pretexto para una guerra. Me refiero a la tristemente célebre “Guerra del Fútbol” (aunque los historiadores más aburridos prefieren el nombre de “Guerra de las Cien Horas”). Fue un enfrentamiento entre El Salvador y Honduras. El detonante fue un partido de clasificación al Mundial, en el que El Salvador venció 3–2. Por supuesto, las verdaderas razones de la guerra eran otras: tensiones migratorias, disputas territoriales. El partido solo fue el chispazo. Así de hondo puede calar un balón.
Pero más allá de fechas, geografías o guerras, una sola fuerza ha mantenido vivo al fútbol: la afición. No importa si le vas al América o a las Chivas; al Boca o al River; a los Murciélagos de Guamúchil o a los Alebrijes de Oaxaca. Todos comparten un mismo amor, una misma pasión. Y en ese amor competitivo se gesta algo más grande: comunidad.
X@hzagal IG@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana