La excepción cultural a la francesa es un seguro para la creación y diversidad artísticas. El enfoque es meta hacendaria. Un libro no es un Coca Cola y una pieza de ópera no es un automóvil. La enorme vulnerabilidad del sector artístico frente a las crisis económicas requiere transferencias (seguros de vida) monetarias vía demanda de los propios bienes culturales (canon o impuesto cultural).

 

A los economistas de Chicago no les atrae la idea del precio único del libro; el referente de la iniciativa, convertida en ley en Francia desde hace décadas, se vincula a la eliminación de los costos de transacción que un aficionado a la lectura incurre a la hora de comprar un libro. Por ejemplo, un habitante de la colonia Condesa (en la Ciudad de México) incurre a insignificantes costos de transacción al momento de comparar el precio de un libro, simplemente se traslada a las librerías El Péndulo o Rosario Castellanos (FCE) para tomar la mejor decisión sobre el precio más barato; el otro elemento es que, al pertenecer al segmento de la clase media (colonia Condesa), la elasticidad en el precio del libro es menos significativa que, por ejemplo, en la clase menos favorecida, particularmente por su proclividad pronunciada a la compra de bienes culturales. Sin embargo, para un habitante del estado de Colima, los costos transaccionales en la compra de un libro son elevadísimos debido a la escasez de librerías.  A final de cuentas todos los participantes del sector salen ganando gracias a la creatividad empresarial. Los dueños de El Péndulo importan libros que sus competidores no traen a México (discriminan en títulos y logran diferenciarse de sus competidores) mientras que librerías como Gandhi apuestan a complementar su negocio con discos, películas y otros componentes. Por su parte, la red más grande de librerías en el país, Sanborns, define su estrategia de ventas en función de listas populares de los llamados best sellers, cuyo contenido se enfoca al desarrollo motivacional.

 

Jack Lang, el entonces ministro de Cultura (1981) de François Mitterrand, observó con sensibilidad que la oferta y demanda clásicas no podían asimilarse a la recreación artística (hoy, la referencia “consumo cultural” es el perfecto oxímoron de lo que pensó Jack Lang). Así que un porcentaje de la venta de boletos de cine, el Gobierno lo canaliza a la producción de cine local.

 

El gobierno de François Hollande filtró el domingo pasado el nuevo escenario cultural en el que los productos prototípicos de la tecnología tipo Apple participarán en la alimentación del sector cultural a través de un “pequeño” impuesto. Meses atrás, Hollande mostró su músculo a la hora de defender al sector de los periódicos franceses en contra de la lectura de los mismos a través de Google. La empresa arquetípica de la nueva era pagará 60 millones de euros a los medios que utilicen plataformas virtuales y que la propia Google utilizaba de manera gratuita para extender su negocio.

 

Hace no muchos años, la conceptualización de un iPad era polisémica; desde juego hasta computadora pasando por estresante lúdico. Así le sucedió a Superman: ¿Un ave? ¿Un monstruo benigno? Ahora, Hollande tipifica como participante de la industria creativa a todo producto que pueda vehiculizar cultura. La realidad es que la industria creativa ha sido la que más ha crecido en la última década. No es novedad. La introducción de aparatos novedosos han penetrado en los mercados internacionales de manera súbita, y en muchas ocasiones, sus externalidades negativas se han traducido en la muerte de sectores, por ejemplo, el discográfico. De ahí que la ministra francesa de Cultura, Aurelie Filippetti, contemporice la estrategia de Jack Lang. Hollande le envía un mensaje a las tiendas como FNAC (supermercado lúdico) donde se venden productos pertenecientes a las industrias creativas.

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