Las cifras sin contexto siempre calan; las correspondientes a las de las guerras, perturban. Irak se traduce en muerte: 10 mil iraquíes y 4 mil 500 estadunidenses, 30 mil heridos de gravedad, 1.5 millones de civiles y militares estadunidenses implicados en la operaciones estratégicas, y miles y miles de heridos. El costo, junto a los muertos, siempre será secundario pero la actual crisis económica de Estados Unidos recrudece las cifras: entre 800 mil millones de dólares y tres mil billones. Eso sí, el sector militar más vivo que nunca. Tanto, que los drones pueden autofinanciarse con los productos financieros bélicos.

En la otra cara de la moneda se encuentra la redefinición de la política exterior de la gran potencia, donde la diplomacia fue socavada cuando el entonces presidente George W. Bush firmó el Acta Patriota: todos somos sospechosos de terrorismo hasta que demostremos lo contrario.

 

Hace 10 años, el 19 de marzo de 2003, Estados Unidos inició la aventura bélica de gran alcance en Medio Oriente bajo la obcecada ilusión de encontrar armas de destrucción masiva. Todo, claro, para vengar la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York. El general Colin Powell no se ruborizó en el Consejo de Seguridad de la ONU el día que presentó su parodia del malo que fue a buscar materia prima peligrosa a algún país africano. Después renunció. Era imposible sostener la mentira. El que quería encontrar respuestas “racionales” tenía que acudir con el doctor Freud para determinar las ansias del presidente en turno por matar al amigo y enemigo de su padre, Sadam Husein.

 

Del otro lado de la muerte se encuentra la curva de aprendizaje: las guerras preventivas son más peligrosas que el armamento químico; así lo tiene que pensar el presidente Barack Obama. Siria, Irán y las abultadas negociaciones con Rusia así lo indican.

 

La diplomacia estadunidense, a pesar de WikiLeaks, es eficiente. Desplegar más de 230 embajadas y/o consulados por el mundo entero se traduce en primar la diplomacia sobre el conflicto, por más que Venezuela utilice una retórica absurda para defender lo contrario.

 

Bush se resistió a leer a Huntington, fan del determinismo cultural. La democracia no se crea ni se destruye, se transmite a través del ADN. Diez años después, los chiitas y suníes no lograron unirse en el paraíso bosquejado por George W. Bush. Ahí, en el paraíso, las etnias tendrían la costumbre de comer en las zonas de fast food de los centros comerciales: una hamburguesa de 4 kilos junto a una cubeta de cerveza y, para terminar, una mega paleta Häagen-Dazs. El mundo feliz es demócrata. Sin embargo, al despertar del sueño, nos encontramos con que el primer ministro chiita, Nuri al-Miliki posee el mal de Hugo Chávez, es decir, desea perpetuarse en el poder para poder oprimir con seguridad a los suníes.

 

Si Estados Unidos desea fortalecer al Sistema de Naciones Unidas, específicamente la unión compacta en el Consejo de Seguridad (la última carta de cohabitación o salvación mundial), tendrá que apostar por el multilateralismo. Para Obama el foco de tensión es Egipto que hace las veces de dique que contiene la estabilidad en la zona, pero como los Hermanos Musulmanes (para Obama) no son de fiar, tuvo que viajar a Israel a pesar de que no soporta a su primer ministro, Benjamín Netanyahu. (Recordemos lo que Obama le dijo en su momento a Nicolas Sarkozy: si tú no lo toleras, imagínate yo que tengo que hablar con él todos los días.)

 

Las islas Azores fue sede de la fotografía de la vergüenza: en ella, Aznar se coló para auto asumirse como líder global. Bush, Blair y el monaguillo Barroso dejaron patente el desastre que hoy, 2013, es incuestionable.

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