En menos de 48 horas los presidentes de Estados Unidos y Francia comparecieron frente a la prensa. La de François Hollande duró dos horas y media. La de Obama no rebasó la hora. En Francia, el encuentro entre el presidente con la prensa forma parte de un rito. En Estados Unidos es un ejercicio recurrente. Comunicar es gobernar. Hasta aquí, al parecer, no hay nada que genere sorpresa.
En ambos gimnasios críticos, el espectro temático fue de 90 grados, es decir, amplio. Hollande habló sobre Siria. Reconoció a la oposición del autócrata Bachar al Asad que se conformó en Doha, Qatar, el pasado 11 de noviembre, como el grupo que ayudará para que se logre derrocar al presidente sirio.
A Obama, un periodista le preguntó sobre Bengasi (Libia). El presidente defendió a Susan Rice, su embajadora ante Naciones Unidas, sobre las críticas que algunos políticos republicanos le hicieron luego de que ella comentara que el ataque a la embajada y la posterior muerte del embajador Chris Stevens, se debieron a la exhibición de un video en el que se ridiculiza a Mahoma, cuando la realidad es que el ataque fue planeado con anterioridad.
Ambos mandatarios no dejaron de comentar la situación económica de sus respectivos países. Obama explicó que la situación mejora y que no incrementará impuestos a la clase media, sólo a los millonarios; Hollande habló sobre el ahorro de 10 mil millones de euros en el presupuesto de 2013, y no olvidó mencionar una de sus propuestas de campaña que levantó ámpula entre el segmento de la población con mayor ingreso: el impuesto del 75% aplicado al primer euro que cualquier contribuyente declare haber ganado después del millón de euros.
Para Obama y Hollande sus agendas políticas se nutren con temas domésticos e internacionales. Normal. Ambos países sostienen una política exterior activa. Aquí es donde merece la pena analizar el caso de México. El encuentro del presidente con la prensa, en Los Pinos, no es un ejercicio frecuente. Sí lo hacen a miles de kilómetros de México. Una mezcla de nostalgia y, sobre todo, el motivo del viaje al extranjero, se convierten en formas de control.
Por otra parte, el fenómeno de la transcultura no ha llegado a México. La retórica post revolucionaria continúa vigente en los discursos políticos. Legado de Fidel Velázquez, en donde no decir nada lo convirtió en arte del hipnotismo, combinado con la frialdad de Manlio Fabio Beltrones, el discurso político es híper etnocéntrico. Pecado hablar de otro país. La doctrina Estrada es ya una dictadura del lenguaje. Si tomamos en cuenta que la famosa doctrina se suscribió el 27 de septiembre de 1930, estamos obligados a llegar a la conclusión, penosa y amarga, de que en la dictadura del lenguaje nos encontramos atrapados. Lo peor es que aún nos emociona porque nos gusta. La fonética política es seductora por naturaleza, a pesar de la caspa que deja en el aire; a pesar de que nos regresa al siglo XXI. Somos nostálgicos a pesar de que lo neguemos.
A los presidentes mexicanos no les gusta hacer gimnasia crítica. La mayéutica les asusta; les gusta ser observados pero no cuestionados; prefieren la veneración porque evitan ser desenmascarados; buscan al medio cómodo. Los programas grabados son sus favoritos como lo son también los periodistas que siempre están al servicio del presidente en turno.
El poder es siempre vertical. Remontarse a la obra de Octavio Paz sería lo indicado. Mande usted señor licenciado; tiene usted razón, el día tiene 25 horas; si usted gusta nos llevamos el piano a la gira para que usted pueda practicar; le adecuamos su oficina como deportivo con sauna y jacuzzi.
En la cultura del poder político se reflejan todas las patologías sociales del mexicano.
Hay que reconocer que en un lapso ancho del siglo pasado fueron innecesarias las conferencias de prensa, porque la naturaleza de los medios era –y en muchos casos continúa siendo- tan servilista como histriónica. Conjugación perfecta para burlarse del respetable a través del absurdo.
Echeverría, López Portillo y De la Madrid recurrían a los soliloquios; Salinas de Gortari al tactismo. Zedillo nuca pudo presumir de ser un esgrimista verbal.
En la era del PAN, el presidente Fox fue ocurrente. En 99% de las veces la regó. Por ello colocó a un pararrayos de nombre Rubén Aguilar y utilizó a Martha Sahagún para telenovelizar los momentos críticos de su gestión.
Felipe Calderón colapsó su discurso con el tema del narcotráfico. Sus cercanos siempre lo felicitaron por impostar su voz. No le mintieron. El problema es que la empatía nace del diálogo. Las conferencias de prensa en el extranjero permanecen en los álbumes del olvido. Los diálogos con la ciudadanía fueron tan histriónicos como estratégicamente planeados.
La transcultura en el siglo XXI lleva integrado una especie de chip. No sorprende que la comunicación tuitera sea híper eficiente. Lo que verdaderamente llama la atención, es que los efectos de la inmediatez, la omnipresencia y, en muchas ocasiones, del anonimato, hacen del poder vertical una caricatura. Los jóvenes ya no veneran a los políticos como lo hacían en el siglo pasado. Ahora los someten a rigurosos test. No funcionan, se van.
Tampoco es necesario asombrarse de los jóvenes chinos protestando en contra de la política de Estados Unidos ataviados con camisetas de los Lakers, como sucedió durante las últimas décadas del siglo pasado, cuando la transcultura fue motivada por la globalización; ahora, la sorpresa de la transcultura se esconde en la caja de un iPhone. En la comunicación presidencial se refleja el fenómeno de la transcultura. Cuando Obama y Hollande se presentan frente a los periodistas en su cabeza aparece el mundo. La geografía temática será activada por los periodistas, que dominan los temas internacionales. Aquí se presenta otro problema. A muchos de los periodistas mexicanos les disgusta la visión internacional porque fueron educados bajo el mandato del chisme de la polaca mexicana porque “es lo que vende”. También influye la educación. Muchos de ellos adolecen de una formación rigurosamente académica. De ahí el enorme reconocimiento a los grandes periodistas que logran escapar de la anomia por la que pasaron en la adolescencia.
Cuando Francisco Gil era secretario de Hacienda, no había ejercicio más desestresante para él que toparse con las esgrimas chatas de los periodistas de la fuente. Sin saber lo que es el interés compuesto o el valor presente neto, las preguntas siempre llevaban un fuerte componente de chisme. Con dos palabras, Gil salía del paso. En varias ocasiones pensó: qué bueno que no preguntaron por x o por y.
¿En qué momento los presidentes mexicanos tendrán como costumbre comparecer frente a la prensa, en Los Pinos, sin la necesidad de viajar hasta Japón para hacerlo?
¿En qué siglo integrarán a las mismas los temas internacionales? ¿Por qué en México el presidente pocas veces habla de Guatemala y Belice? ¿Sabemos qué idioma se habla en Belice?
Es la transcultura. El legado de Fidel Velázquez tendría que disiparse ya.