En el Valle de México, la lluvia no cae: se desquita. Llueve con furia en un cuencia donde la ciudad creció sobre lagos y ríos. No es raro que verano a verano, las calles se inunden como si Tláloc reclamara con saña lo que alguna vez fue suyo.
Año tras año, el verano convierte avenidas en canales, pasos a desnivel en trampas mortales y automóviles en improvisadas trajineras. Pero esta historia de ahogos no es nueva: en realidad, viene desde la mismísima fundación de Tenochtitlan.
Durante el periodo prehispánico, los mexicas y sus aliados construyeron un sofisticado sistema hidráulico para convivir con el entorno lacustre. Destacaba entre sus obras el gran dique de Nezahualcóyotl, una estructura de casi 16 kilómetros que separaba las aguas salobres del lago de Texcoco de las aguas dulces del sur, y que protegía a Tenochtitlan de inundaciones.
Después de la Conquista, sin embargo, los españoles comenzaron a modificar e incluso destruir dicho sistema. En lugar de preservar la ingeniería hidráulica mesoamericana, optaron por introducir obras que no se adaptaban al ecosistema lacustre. Así, a lo largo del siglo XVI, el dique fue dañado y finalmente desmantelado, lo que agravó las inundaciones. Paradójicamente, la capital virreinal sufrió peores desastres que la ciudad mexica. La inundación de 1629, por ejemplo, dejó sumergida la Ciudad de México durante cinco años en algunas zonas. Solo un islote sobresalía en medio del desastre en la plaza mayor: la famosa isla de los perros, así llamada porque allí buscaron refugio los animales callejeros mientras la ciudad entera parecía una versión novohispana de la Atlántida.
En México, la primavera nos mata de sed y el verano nos ahoga. No es una metáfora, es una verdad climática y política. Urge pensar en el agua como lo que es: un bien común que debe cuidarse todo el año, no solo cuando amenaza con llevárselo todo.