Un cuestionamiento común que enfrenta la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) es su supuesta falta de atractivo económico. Pese a que se cuidan de no expresarlo públicamente, muchos directivos aún piensan que la RSE es una cuestión de “hacerse el bueno”; una concesión no rentable que se ejecuta como una acción de relaciones públicas y nada más. Frente a esto, no sorprende que se confunda con la caridad o la mera adscripción a una buena causa, o que algunos líderes empresariales crean, como Ricardo Salinas Pliego me comentó alguna vez,  que la RSE “no es un must, sino un maybe”.

 

El mejor argumento contra esta tendencia es exponer el papel que interpreta la RSE en cómo se percibe una marca. Juguemos un poco. ¿Qué es lo que te inspira? ¿Cuáles son las cualidades que deseas en una pareja? ¿Qué clase de persona quieres como amigo? Todos nos hacemos esas preguntas de manera recurrente a lo largo de nuestras vidas. Las respuestas nunca se mantienen iguales en el transcurso del tiempo. El atractivo y el deseo tienden a ser factores importantes en la juventud, mientras que la admiración y la credibilidad juegan un rol decisivo en la madurez. Sin embargo, como bien señala el publicista Kevin Roberts,  CEO de Saatchi & Saatchi, los dos ejes principales de evaluación siempre son el amor y el respeto. Se puede adorar a una persona, pero si no se le respeta, difícilmente se le va querer tener cerca en el largo plazo. Y viceversa: por más admirable que resulte una persona, si no existe deseo amoroso ni afectividad, la cercanía redundará en incomodidad y aburrimiento. Lo ideal, claro, es rodearse de personas que sean el perfecto equilibrio de amor y respeto.

 

Algo similar sucede con los rostros de las corporaciones, las marcas, las cuales gozan de una dimensión sentimental que las extrapola como personas con valores tridimensionales. No siempre fue así. En la era industrial, la empresa era un activo físico, sujeto a las leyes de propiedad material. Hoy, el valor de una empresa reside en su propiedad intelectual, en sus patentes, en las habilidades, talento y preparación de la fuerza de trabajo que la compone. La marca lo es todo. Su valor no aparece en los libros contables, pero es quizá el activo más apreciado monetariamente en la posmodernidad. Una marca que se hunde en el descrédito por malas prácticas reduce sus posibilidades de prosperar en la globalización. Una marca con una imagen sustentada en óptimas prácticas cuenta con mayores posibilidades de estar bien calificada por el consumidor, vale más en el mercado y está mejor protegida ante la posibilidad de una crisis.

 

La lógica no es incuestionable. Aún existen marcas globales que no parecen experimentar costos significativos por su mal comportamiento; no obstante, existen razones sólidas para ser optimista. La principal es de carácter “sociotecnológico”: la explosión de las redes sociales ha corroído las barreras entre las corporaciones y los consumidores. Si una empresa incurre en malas prácticas, los grupos de interés vulnerados ahora cuentan con una capacidad casi instantánea de denuncia y escándalo. Las redes sociales dramatizan a la marca como persona: ¿A quién es preferible comprarle: a un individuo honorable o a alguien de reputación dudosa que podría vendernos un mal producto? Las marcas ya no pueden esconderse. Lo más rentable para todos es ser responsable.

 

@mauroforever | mauricio@altaempresa.com

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